Siempre le cito a mis estudiantes de Derecho Constitucional en pregrado y posgrado un pensamiento del gran constitucionalista italiano Gustavo Zagrebelsky, que aparece en ese magnífico librito suyo, intitulado “El Derecho dúctil”, verdadero antídoto contra el veneno de una dogmática constitucional desbocada y de la alquimia interpretativa que caracteriza cierta hermenéutica constitucional criolla: “Los juristas saben bien que la raíz de sus certezas y creencias comunes, como la de sus dudas y polémicas, está en otro sitio (…) Lo que cuenta en última instancia, y de lo que todo depende, es la idea del derecho, de la Constitución, del código, de la ley, de la sentencia. La idea es tan determinante que a veces, cuando está particularmente viva y es ampliamente aceptada, puede incluso prescindirse de la cosa misma, como sucede con la Constitución en Gran Bretaña (…) Y, al contrario, cuando la idea no existe o se disuelve en una variedad de perfiles que cada cual alimenta a su gusto, el derecho ‘positivo’ se pierde en una Babel de lenguas incomprensibles entre sí y confusas para el público profano”.

En buen español, existen países donde las cosas por más oscuras que sean aparecen claras y hay otros que, como el nuestro, en donde, por más claras que sean, al final resultan oscuras. Contra este mal, no hay Constitución que valga, pues un contexto -poco amigo del constitucionalismo como técnica de organización y control del poder, por demás- siempre ofrecerá pretextos para desvirtuar el sentido de los textos. Cuando el razonamiento de los juristas se aleja demasiado del sentido común del ciudadano de a pie, la Constitución muere irremediablemente cual flor no regada, en el desierto de una democracia incapaz de suministrar un lenguaje común a los ciudadanos y estructuralmente alérgica a una cultura jurídica que haga posible y fructífera la deliberación de la comunidad de intérpretes constitucionales y el encuentro público de las razones.

Traigo todo esto a colación porque resurge -¿misteriosa y extemporáneamente?- la discusión acerca de si se requiere referendo aprobatorio para las reformas constitucionales que establezcan la reelección presidencial. El diario digital 7dias.com.do da cuenta de la polémica, resucitada tras su muerte con la entrada en vigor de la reforma constitucional de 2015, la cual prohibió la reelección presidencial indefinida –con el intervalo de un mandato- consagrada en la reforma constitucional de 2010 y permitió la reelección por un solo y único período consecutivo, con una noticia cuyo título es significativo: “A 45 días de las elecciones juristas cuestionan legitimidad de postulación de Medina”. En otras palabras, los juristas, Emmanuel Esquea Guerrero, Namphy Rodriguez y Manny Sierra, según da cuenta el mencionado medio, consideran que la reforma constitucional de 2015 debía ser sometida “a la consideración del pueblo soberano a través de un referéndum si aprobaba o no la intención del mandatario de reelegirse en el cargo”.

¿Qué hay de cierto en esto? Lo primero que hay que decir es que, a la luz del artículo 210 de la Constitución, no se requiere un referendo para consultar al pueblo sobre la necesidad de una reforma para la reelección. Ello es totalmente opcional y a discreción de los poderes políticos. Lógicamente, si se efectúa tal referendo, el cual requiere previa aprobación congresual de las dos terceras partes de los presentes en ambas cámaras (artículo 210.2), el resultado es vinculante para dichos poderes: si el pueblo mayoritariamente dice que sí a la reforma planteada, entonces el Congreso Nacional se vería constreñido a hacer la reforma aprobada popularmente. Y es que “cuando el pueblo habla, no aconseja, ni sugiere, ni recomienda: decide” (Torres del Morral), en el sentido estipulado por el artículo 22.2 de la Constitución.

Pero, desde la óptica estrictamente jurídica, la reforma puede hacerse perfectamente sin consulta popular previa. Esta reforma entra en vigor sin necesidad de un referendo aprobatorio posterior pues el artículo 272 de la Constitución, cuando establece la lista de materias sujetas a dicho referendo, se refiere a los títulos de la Constitución cuya reforma sí obliga a referendo aprobatorio posterior, no encontrándose entre esos títulos el concerniente al Poder Ejecutivo, en el cual precisamente se dispone la prohibición de la reelección presidencial consecutiva. En este sentido, al igual que ocurre con las materias reservadas a ley orgánica, hay que interpretar restrictiva y limitativamente el referido texto constitucional, ya que, de lo contrario, en la práctica, el poder constituyente constituido de las cámaras legislativas solo podría actuar sujeto a referendo popular aprobatorio posterior, ya que casi todos los temas, de una u otra manera, resultarían estar vinculados a las materias consignadas en el referido artículo 272.

Ahora bien, en el caso de que se considerase que se requiere el indicado referendo, ello debe ser establecido de modo definitivo e irrevocable por la jurisdicción competente para ello, es decir, por el Tribunal Constitucional. Sin un fallo final y vinculante para todos los poderes públicos del Tribunal Constitucional, no es posible considerar ilegal, inválida o ilegítima la candidatura presidencial de Danilo Medina como pretenden los mencionados juristas. Lógicamente, siempre es posible aprender algo nuevo. Como decía Donald Rumsfeld, “hay cosas que sabemos que se saben. Esas cosas que nosotros sabemos que se saben. Pero también hay cosas que sabemos que no se saben. Es decir, hay ciertas cosas que sabemos a ciencia cierta que no sabemos. Pero también hay cosas que no sabemos que no nos son conocidas”. En este caso, lo que no sabíamos que no sabíamos es que se puede declarar con valor vinculante algo ilegitimo desde la óptica constitucional sin que haya habido un pronunciamiento jurisdiccional definitivo sobre ello. Eso se llama sencillamente tomar la justicia constitucional en nuestras manos.