[“La Ilíada” describe poéticamente un episodio de la mitológica guerra de Troya, el de la cólera de Aquiles. “La canción de Troya”, de la escritora australiana Colleen McCullough (1937-2015), narra la historia completa, más que completa, porque se remonta a una época anterior y culmina con el saqueo e incendio de la portentosa ciudad. Además Colleen McCullough interpreta los hechos a su antojo, incorpora personajes, situaciones y numerosas variantes. Cosas que en otras fuentes son apenas sugeridas, aquí están explícitas. Ulises y Diomedes son amantes. Aquiles y Patroclo son novios. Briseida y Aquiles son novios.

En "La Ilíada", el narrador es el poeta omnisciente, con ayuda de los dioses o de la diosa. En el segundo la autora se vale de un artificio y pone la narración en boca de los personajes protagónicos. En ambos casos el relato es una fantasía coral. En ningún caso es una glorificación de la guerra.

Lo que se propone McCullough es quizás la disección de la guerra, abominación de la guerra realizada por una profesional brillante de la medicina (una extraña neuróloga con sangre irlandesa por parte de padre y ascendencia maorí por parte de madre). Agamenón cree que la Ulises se hace el loco y Aquiles se disfraza de mujer para tratar, sin éxito, de evadir el reclutamiento, y mucho antes del final de la contienda la mayoría de los guerreros están hartos de tanto derramamiento de sangre.

El capítulo veintisiete, narrado por Aquiles (uno de los más relevantes), describe o autodescribe a un héroe cansado y más que cansado abatido, deprimido, sumergido en una pesadumbre sin fondo. Llora por los amigos que ha perdido, sobre todo por Patroclo, y llora por los enemigos que ha mandado al otro mundo, a los que una vez odiaba y ya no puede odiar. Y llora también por sí mismo. El enfrentamiento con las amazonas, y en particular con la reina Pentesilea, retrata un poco de cuerpo entero su peculiar estado de ánimo y se cuenta entre las cosas más interesantes y originales de la obra de Colleen McCullough. Una recreación de “La Ilíada” tan apasionante como la original. PCS]

La Canción de Troya

Capítulo veintisiete, narrado por Aquiles.

Los troyanos dedicaron doce días a llorar la muerte de Héctor. Durante ese tiempo llegó Pentesilea, reina de las amazonas, con diez mil guerreras a caballo. Otra razón para que afilásemos nuestras armas.

La curiosidad engrasó nuestras piedras de amolar porque aquellas peculiares criaturas vivían completamente dedicadas a Artemisa la doncella y a un Ares asiático. Residían en las fortalezas de Escitia, al pie de las montañas de cristal que traspasan el techo del mundo; cabalgaban en enormes caballos por los bosques, donde cazaban y merodeaban en nombre de la doncella. Existían bajo el pulgar de la diosa tierra en su primera triple entidad —doncella, madre, anciana—, y gobernaban a sus hombres como las mujeres en nuestra parte del mundo antes de que la Nueva Religión sustituyera a la Antigua. Porque los hombres habían descubierto un hecho vital: que la semilla masculina era tan necesaria para la procreación como la mujer que cultivaba el fruto. Hasta que se realizó tal descubrimiento, el hombre estaba considerado como un lujo costoso.

La sucesión de las amazonas radicaba totalmente en la línea femenina; sus hombres eran bienes muebles que ni siquiera iban a la guerra. Los primeros quince años de la vida de una mujer después de haber alcanzado sus reglas estaban exclusivamente dedicados a la diosa doncella. Luego se retiraba del ejército, tomaba esposo y engendraba hijos. Sólo la reina se mantenía célibe, aunque renunciaba al trono durante el mismo tiempo en que las restantes mujeres abandonaban el servicio de Artemisa la doncella y, en lugar de tomar esposo, caía bajo el hacha como sacrificio para su pueblo.

Lo que ignorábamos acerca de las amazonas nos lo contó Ulises; parecía tener espías por doquier, incluso al pie de las montañas de cristal de Escitia. Aunque, desde luego, lo que más nos consumía era el hecho de que las amazonas cabalgaran en caballos. Nadie más lo hacía; ni siquiera en el lejano Egipto. Era difícil sentarse en un caballo porque tenían la piel resbaladiza y las mantas no podían sujetarse sobre ella; la única parte que solía utilizarse del animal era la boca, en la que podía introducirse un bocado unido a un arnés y a las riendas. Por consiguiente, la gente los utilizaba para arrastrar carros. Ni siquiera podían emplearse para tirar de las carretas porque el yugo los estrangulaba. ¿Cómo podían pues cabalgar en aquellos animales para conducirlos a la lucha?

Mientras los troyanos lloraban a Héctor nosotros descansamos preguntándonos si alguna vez volveríamos a verlos fuera de sus murallas. Ulises seguía confiando en que saldrían pero los demás no estábamos tan seguros.

El día decimotercero me vestí la armadura que Ulises me había regalado y descubrí que era mucho más ligera. Cruzamos los caminos superiores entre la oscuridad del alba; infinitas hileras de hombres avanzando con dificultades por la llanura mojada por el rocío, con algunos carros al frente. Agamenón había decidido instalar sus tropas en un frente de una media legua desde la muralla troyana adyacente a la puerta Escea.

Nos estaban aguardando, no tantos como antes, pero más numerosos que nosotros. La puerta Escea ya estaba cerrada.

La horda de las amazonas estaba situada en el centro de la vanguardia troyana; mientras aguardaba a que nuestras alas concluyeran su formación, me senté en el borde lateral de mi carroza y las estuve observando. Montaban en grandes bestias peludas de una raza que me era desconocida, con feas cabezas aquilinas, crines y colas peladas y cascos peludos. Eran de color uniformemente bayo o castaño, salvo uno de ellos de un blanco precioso situado en el centro, que sin duda pertenecería a la reina Pentesilea. Pude observar la habilidad con que se sostenían sobre sus monturas; ¡muy inteligente! Cada guerrera acomodaba sus nalgas y caderas en una especie de estructura de cuero sujeta bajo el vientre del caballo, de modo que se mantenía firmemente en su sitio.

Aunque lucían cascos de bronce, por lo demás iban ataviadas con cuero resistente y se cubrían desde la cintura hasta los pies con una especie de tubos también de cuero atados con correas desde los tobillos hasta las rodillas. Calzaban suaves botines. Las armas preferidas eran evidentemente el arco y las flechas, aunque algunas ceñían espadas.

En aquel momento sonaron los cuernos y tambores que anunciaban el inicio de la batalla. De nuevo me erguí en mi puesto empuñando a Viejo Pelión (una lanza, pcs), cubriendo cómodamente mi hombro izquierdo con el escudo. Agamenón había concentrado todos sus carros, lamentablemente escasos, en la vanguardia, frente a las amazonas.

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Podía haberla superado largamente por mi fortaleza pero odiaba ver su orgullo humillado. Pensé que era mejor concluir con aquella situación de una forma rápida y honrosa. Cuando comprendió que su suerte estaba echada, fijó sus ojos en los míos y asintió de una manera tácita, pero aún intentó una última y desesperada estratagema. El caballo blanco se encabritó retorciéndose mientras caía y chocaba con mi montura con tal ímpetu que la hizo tropezar y le resbalaron los cascos. Mientras la sostenía con la voz, la mano izquierda y los talones, el hacha de mi enemiga descendió. Yo levanté a mi vez la mía para detenerla y desviarla a un lado, y entonces no vacilé. Su costado estaba descubierto y mi hoja se hundió en él como si fuera de arcilla. Puesto que no me fiaba de ella mientras se mantuviera en pie, arranqué el arma rápidamente, pero su mano, que tanteaba en busca de la daga, carecía de fuerzas y regueros de color escarlata se deslizaban sobre el pelo blanco de la yegua. La mujer se tambaleó. Me apeé para recogerla antes de que cayera al suelo.

Su peso me hizo desplomarme también y me arrodillé con su cabeza y hombros en los brazos mientras trataba de tomarle el pulso. Aún no había muerto, pero su sombra estaba a punto de abandonarla. Me miró con sus ojos de un azul tan claro como el agua bajo los rayos del sol.

—Rogué por que fueses tú —me dijo.

—El rey debe morir a manos del enemigo más digno y tú eres la reina de Escitia —le respondí.

—Te agradezco que concluyeras tan de prisa para que no se advirtiera mi inferioridad de fuerzas y te absuelvo de mi muerte en nombre de la Doncella Arquera.

Sufrió un estertor mortal pero siguió moviendo los labios. Me incliné para a escuchar sus palabras.

—Cuando la reina muere bajo el hacha debe insuflar su último aliento en boca de su ejecutor, que reinará después de ella.

Aunque la interrumpió la tos se esforzó por proseguir.

—Toma mi aliento. Toma mi espíritu hasta que también tú seas una sombra y yo deba reclamártelo.

Pese a tener la boca llena de sangre me transmitió su aliento con sus últimas fuerzas y murió. Roto el hechizo, la deposité cuidadosamente en el suelo y me levanté. Sus guerreras arremetieron contra mí con gritos de dolor y desesperación, pero los mirmidones se interpusieron entre nosotros y tuve la oportunidad de salir del campo con mi yegua e ir al encuentro de Automedonte. Aquella estructura de madera y cuero era un premio más valioso que los rubíes. (Colleen McCullough).

La guerra de Troya