La dirigencia política debe hacer un esfuerzo para que la campaña electoral culmine sin mayores incidentes, en aras de la tranquilidad y el sosiego de la nación y del alto interés de preservar la confianza de los dominicanos en sus instituciones políticas y en quienes las dirigen y anhelan dirigirlas. Para hacer posible esa gran aspiración, se requiere sobre todo mantener bajo el tono de las discusiones y el respeto debido al adversario.

Un discurso estridente a alto nivel tendría inevitablemente eco en los demás peldaños de la escalera, lo que calentaría los ánimos y alimentaría la tendencia muy tropical de resolverlo todo por la vía directa. Experiencias de elecciones pasadas deberían servir para que el ruido, la ofensa y las alusiones personales no contaminen el proceso.

El buen éxito de esta campaña es de inmenso e idéntico valor para el gobierno y la oposición. Si el clima se oscurece como resultado de una campaña feroz, preñada de menciones desconsideradas con énfasis en el aspecto personal o invade la esfera de la vida familiar, lo que vendría después sería fácil de imaginar.

El caso es que estas elecciones representan una oportunidad, a despecho de lo que se piense de las ofertas electorales. Cada elección mejora el sistema y el valor del voto. A fin de cuentas, como en toda competencia, a unas elecciones  se concurre con dos posibilidades: la de ganar o la de perder. Por tal razón, lo razonable es que se acepte esa regla esencial del juego democrático, en aras de la armonía nacional. Porque, además, entre  un discurso y otro no creo que existan muchas diferencias.  En esta campaña se enfrentan adversarios, no enemigos.  Ellos saben que la cruda realidad condiciona en la política todo buen propósito, lo que al final resulta en lo inevitable: el país que descubren en sus largos y agotadores  recorridos de campaña será siempre distinto al que encuentran al llegar al Palacio Nacional.