Cada vez que un(a) canadiense me pregunta que cómo es posible que yo prefiera soportar su duro invierno, cuando en mi tierra hace verano todo el año y sus paisajes son lo más cercano al paraíso que sus ojos hayan visto jamás, me toca explicarle eso que ellos tienen y que por ende dan por sentado, pero que a nosotros nos falta: calidad de vida.
Tras dicha pregunta debo hacer siempre un repaso en mi cabeza de las motivaciones que me llevaron a marcharme del país, no sin antes cuestionar una decisión tomada a expensas de la cercanía de familia y amigos, entre otros privilegios y comodidades; y entonces vuelvo a recordar todo aquello que me iba convirtiendo en una ciudadana inconforme y frustrada, borrando de tirón toda duda pasajera.
A quien haya nacido y vivido en la República Dominicana la lucha diaria por llevar una existencia digna no le es ajena. Aquí hay que luchar a pecho abierto para la defensa de nuestros derechos más fundamentales, incluso aquellos que por simple convencionalismo deberían ser incuestionables, porque se supone que forman parte del contrato social implícito entre ciudadanos. Luchar constantemente y no bajar la guardia jamás, so pena de convertirse en víctima de la lucha personal por la supervivencia de alguien más.
Algo tan sencillo como el transitar cotidianamente nuestras calles es en sí misma una lucha por la propia integridad física. En la selva de concreto que es la ciudad de Santo Domingo, el constante acoso de conductores temerarios, buscones y pedigüeños; la contaminación acústica, atmosférica y visual y el imperante irrespeto a las leyes de tránsito, de la civilidad y la convivencia pacífica están a la orden del día, volviéndola cada vez más insoportable.
Ni hablar de la inseguridad ciudadana, como principal problema que nos afectan hoy día. Actividades tan simples y necesarias como salir a caminar o ejercitarse en algún parque, pasear al perro por el vecindario o estacionar el vehículo en la vía pública son de tan alto riesgo que muchos simplemente prefieren no correr, pues ya se tienen ejemplos suficientes de porqué es preferible no hacerlo.
La violencia y la criminalidad golpean cada vez más cerca, robándonos el sueño y la tranquilidad. Nos invade el completo desasosiego; la amenaza de que en cualquier momento podrías ser tú o un ser querido la próxima víctima de la delincuencia. Cualquier don nadie posee un arma de fuego y no dudará en hacer uso de ella ante la mínima oportunidad. Para colmo hay que cuidarse también de aquellos que supuestamente están para garantizar nuestra seguridad, ya que delinquir es la única manera de compensar los bajos salarios que reciben.
Mas no son sólo los policías los únicos mal pagados. También los maestros, los militares, los empleados públicos y todo aquel que dependa de un sueldo, tanto en el sector público como en el privado, padecen este mal. Salarios que no se corresponden con la labor desempeñada y mucho menos con el costo de la vida.
Mantener un estándar de vida normal, además de difícil, sale sumamente caro en nuestro país. Teniendo que costear la propia seguridad, pagar por un servicio de energía eléctrica caracterizado por sus largos y constantes apagones, pagar por unos combustibles de los más caros de la región y encima los (ya altos) impuestos al alza, nos volvemos cada vez más pobres.
Mientras tanto, educación y salud públicas de un mínimo estándar de calidad son quimeras con las que los dominicanos y dominicanas sólo tenemos derecho a soñar. Aunque si bien la asignación del 4% del PIB a la educación preuniversitaria es una victoria que el pueblo, con toda razón, clama como propia, la lucha por la conquista de educación digna apenas comienza y los frutos de la inversión están muy lejos de ser palpables.
Por todo esto y mucho más, por la calidad de vida que no tenemos, yo, como tantos otros engrosando las estadísticas, decidí que prefiero tener la opción de llevar una vida tranquila, lejos de las frustraciones e inconformidades, no obstante a sabiendas de los desafíos que como migrante me toca afrontar.