En Costa Rica, país donde se supone funciona eficientemente uno de los primeros sistemas nacionales de la calidad de la región, fallecieron la semana que recién transcurre unas veinte personas a causa de consumir, según las autoridades, bebidas alcohólicas adulteradas con metanol, compuesto químico también conocido como alcohol de madera o alcohol metílico. Siendo incoloro, inflamable y altamente tóxico en ciertas proporciones, se utiliza comúnmente como anticongelante, antidetonante y disolvente orgánico de esencias y resinas naturales; también en la síntesis de colorantes y productos metilados, como materia prima para obtener formaldehido (compuesto de importancia crucial en la industria química) y en la producción de bebidas alcohólicas, plásticos, colas y barnices, entre muchos otros usos industriales.
El envenenamiento con metanol oficialmente declarado en Costa Rica cuenta muchos antecedentes trágicos en toda la región, pero la realidad es que solo conocemos los casos que implican fallecimientos de personas adultas, hombres y mujeres. En nuestro país, son de triste recordación las víctimas mortales por la ingesta de clerén adulterado, ocurridas en diciembre de 2017 en el municipio de Pedro Santana, provincia Elías Piña, uno de los más pobres del país.
Lo cierto es que a lo largo de toda la línea fronteriza, en la que se asientan las provincias más necesitadas, es de hecho permitida por “autoridad competente” la venta de bebidas alcohólicas-que no solo clerén- sin registro sanitario ni industrial alguno, con el agravante de que muchas de ellas se expenden a granel, sin discriminar edad.
Mientras menor sea el nivel de instrucción básica de los ciudadanos y más deplorables sus condiciones materiales de vida, mayor es el riesgo de muerte o de daños severos a la salud a causa de las bebidas alcohólicas adulteradas o fabricadas que no cumplen en absoluto con los reglamentos técnicos o normas que establecen para ellas los límites de metales pesados y de los parámetros fisicoquímicos.
Debemos afirmar, sin ningún ánimo de exageración, que son miles los casos que se registran anualmente de personas con síntomas como mareos, náuseas, vómitos, confusión, acidosis metabólica (producción excesiva de ácido) y perturbaciones visuales -que pueden terminar fatalmente en ceguera- luego de “unos tragos largos” los fines de semana. ¿La causa? Bebidas alcohólicas de muy mala calidad. Naturalmente, algunos de estos síntomas se pueden presentar en el caso de bebidas de marcas confiables cuando su consumo es excesivo.
Como muchos de los lectores saben, para toda bebida alcohólica y para todo alimento en general que se comercializa, es obligatorio el llamado registro sanitario. Este autoriza a una persona, natural o jurídica, fabricar, envasar e importar un producto destinado al consumo humano. También estos productos deben exhibir el registro industrial, que no es más que la cédula de identidad de las empresas industriales, o lo que es lo mismo, su más genuina identificación (“Código Industrial”). No obstante, tenemos en todo el país miles de productos alimenticios sin registro sanitario y otros tantos miles sin registro industrial.
Lo peor, los productos de marcas reconocidas, como es el caso de la industria del ron que paga sus impuestos al Estado y opera bajo el cumplimiento de buenas prácticas de manufactura, inocuidad e higiene, son perjudicados por actos criminales de alteración, adulteración y falsificación, poniendo en peligro la vida de miles de personas. Entonces es cuando las bebidas alcohólicas pueden contener todo lo diabólicamente imaginable: desde sedimentos e impurezas indeterminadas, hasta exceso de metales pesados (arsénico, plomo, cobre, zinc) y congéneres (metanol, furfural, aldehídos, entre otros), cuyos límites reglamentarios o normativos pueden ser violentados, tanto en el proceso de producción como en la etapa de comercialización. En estos casos lo que tiene sentido no es la calidad ni la protección de la salud de los consumidores, sino las ganancias fáciles desde la informalidad.
El caso del ron, que es una bebida alcohólica fermentada, destilada, añejada y formulada en territorio dominicano o en países extranjeros, es realmente patético. Si bien las autoridades adoptaron ciertas medidas para castigar el contrabando y los actos de alteración, adulteración y falsificación de los diversos tipos de ron que se producen en el país, la realidad es que el problema sigue siendo de una gravedad inimaginable.
Tenemos vigente el Reglamento General para Control de Riesgos en Alimentos y Bebida en la República Dominicana (Decreto No. 52801) y también sabemos de la existencia de los cuerpos de inspectores del Ministerio de Salud Pública. Ellos tienen la noble misión de hacer cumplir las cientos de disposiciones de este voluminoso reglamento.
No obstante, difícilmente pueda afirmarse que este documento se cumpla o que por lo menos sea conocido a cabalidad por los miles de establecimientos informales que no pagan impuestos, lo cual les permite vender sus “bebidas alcohólicas” a precios de bagatela, sin pensar en la salud o la vida de nadie y afectando sensiblemente los intereses de la industria organizada.
Esta realidad parece justificar la necesidad de elaboración urgente de un reglamento técnico partiendo de la Norma Dominicana No. 477: Bebidas Alcohólicas-Ron-Especificaciones (NORDOM 477), revisada por última vez en 2016. Un reglamento técnico dominicano (RTD), que no es exactamente una norma jurídica, aunque tiene fuerza de ley, es una necesidad perentoria de la industria del ron de nuestro país. Este documento daría fuerza de ley al cumplimiento de los requisitos de calidad, organolépticos y de límites de metales pesados y congéneres, bajo un régimen de evaluación de la conformidad técnica y moralmente confiable. Veamos en la próxima entrega cómo debe ocurrir el proceso de elaboración de este tan necesario y demandado reglamento.