Chicago es la ciudad de los hombros anchos. Según Geraldine Brooks, en Chicago es invierno y aquí es donde se forja el carácter. Es lo que pienso al dejar la ciudad de los vientos. Más que el frío, es también despecho. Estuve de enamorado con una bella mulata llamada Vi. Ella decidió aceptar un trabajo en NYU y mudarse con un braguetero cubano de Miami. Fulano Abel, llamaremos al individuo. Mientras ella se va a New York a vivir la vida loca yo me conecto al Gran Santo Domingo y restauro una columna de códigos en donde me veo a mí mismo, medio atemorizado, tratando de evitar a mi madrastra y mirando la ciudad desde un luxhábitat del Extrarradio. Sintiéndome álgido, incapaz de someter la rabia que a retazos me absorbe. Lo peor es no estar seguro del propio odio. Mi padre. Una montaña, un seis de enero. Todo acude, todo llega, todo duele. Mi padre. Una finca de tabaco a oscuras o el arte de las cosas que van a pudrirse. Desde esta envidia solitaria veo el Caribe. Brutal Tropicalism. Soy testigo del Gran Santo Domingo como nunca antes. La poesía dominicana describe de forma recurrente una línea azul que puede ser leída como la esperanza. Ese es el mar. Sentado frente a la ashihara, con las puntas de los dedos congeladas, tecleo una jugarreta mental/teatral en donde un turista alemán entra a una playa en el mismo instante en que una yola zarpa hacia Puerto Rico. Cuerpos a la mare mía. Como la matrix en este distructo es orgánica y dialéctica, me devuelve una sentencia poética, por no decir filosófica, llena de historia y cagada de futuro: Por eso en Dominicana no nos vemos propiamente, porque nuestro pecado original fue siempre mirar hacia fuera.