Uno de los grandes defectos nacionales ha sido siempre la carencia de voluntad política para realizar aquellas empresas que demandan sus propias necesidades, entendiendo ese defecto no sólo como el fruto de decisiones y políticas gubernamentales, sino más bien como la falta de vocación general para acometerlas. Este es uno de los puntos, sin embargo, en que los políticos dominicanos lucen totalmente parecidos.
Por lo general saben identificar las metas sin la misma habilidad para encontrar el camino de su búsqueda. La brecha entre la opulencia y la miseria ha seguido expandiéndose en el país, y acelerado a partir del proceso de devaluación que hemos estado sufriendo en los dos últimos años.
Aquello de que habitamos una tierra de promisión, suena hueco a los oídos de cientos de miles de padres de niños famélicos, que anualmente nacen y mueren en medio de un ambiente de escasez absoluta sin oportunidades ulteriores. Ni siquiera en los períodos de crecimiento económico, hubo en este país avances en el mejoramiento de las condiciones de vida en sentido general. Incluso atravesamos una fase de empobrecimiento de la clase media verdaderamente trastornadora, con un deterioro de la calidad de vida de las ciudades, a causa de una crisis aguda en los servicios públicos.
La penosa realidad nacional es que las conquistas en el marco político en varias décadas de ensayo democrático superan las obtenidas en el plano de la distribución del ingreso. Probablemente la inflación, la caída de precios en los mercados internacionales y otros factores ajenos a la voluntad y decisión de los gobiernos, hayan entorpecido el avance hacia un equilibrio más o menos aceptable de esta balanza de las realizaciones democráticas. Pero se impone por eso un esfuerzo más sostenido para hacer posible el ideal de reducir las enormes e inquietantes brechas sociales existentes.