"De quien está herido por dentro no esperes nunca un

comentario objetivo. Un coágulo de sangre en sus ojos

le impide ver con bondad”. 

David Pérez Núñez

Caleidoscopio

Corría el año 1900 en Madrid. Comenzaba el nuevo siglo y en una de aquellas tardes de conversaciones de café, a las que tan aficionados eran los escritores de la capital, un emocionado y generoso poeta nicaragüense, Rubén Darío, hacía ante sus contertulios un encendido elogio de don Miguel de Unamuno. Cuando puso fin a sus palabras, uno de esos correveidiles que siempre tienen a bien merodear los ambientes literarios con el fin de aguarle la fiesta al más pintado, se encargó de mostrarle que tanta generosidad no era pagada con la misma moneda por el escritor vasco. Como no podía ser de otra manera le ofreció el periódico que guardaba en el bolsillo para que comprobara, uno tras otro, todos los improperios vertidos contra su persona. Darío, sumamente afectado por insultos y descalificaciones, se sumió durante varias horas en alcohólico silencio. Días después de tan doloroso episodio leyó ante sus amigos una carta enviada a Unamuno. En la misiva explicaba al autor de “Niebla” que en los próximos días sería publicado, en el diario “la Nación” de Buenos Aires, un artículo, escrito con anterioridad a aquel aciago momento, en el que expresaba su enorme admiración por toda su obra y al cual, pese a sus ofensivas palabras, no había añadido ni quitado ni una coma. Todos ellos aplaudieron con entusiasmo tan noble y bondadoso gesto. Entre los presentes en ambas ocasiones se hallaba Ramón del Valle-Inclán.

Algún tiempo después y tras un encuentro casual, Unamuno y este último paseaban por la ciudad, cuando entre ellos surgió una conversación en torno a dicho asunto. Ante las palabras con las que trataba de justificarse su amigo, Valle-Inclán con evidente enojo le espetó textualmente: El suceso, amigo don Miguel, no tiene nada de notable y mucho menos de desconcertante. Es, sencillamente, el resultado del enfrentamiento de dos sujetos diferentes y opuestos. Es una realidad natural. Ustedes no han nacido para entenderse, son antípodas. Verá usted: Rubén tiene todos los defectos de la carne: es glotón, bebedor, es mujeriego, es holgazán, etc. Pero posee, en cambio, todas las virtudes del espíritu: es bueno, es generoso, es sencillo, es humilde, etc. En cambio, usted almacena todas las virtudes de la carne: es usted frugal, abstemio, casto e infatigable. Y tiene usted todos los vicios del espíritu: es usted soberbio, ególatra, avaro, rencoroso, etc.”

Y así en efecto es la vida. Mientras algunas personas no tienen que hacer el menor esfuerzo por mostrarse afables y generosas, incluso por encima de cualquier competencia artificiosamente alimentada en una lucha de egos sin cuartel, hay otras que parecen condenadas a sentir una profunda e insoslayable falta de empatía a lo largo de toda su existencia. Son ese tipo de individuos cuya grisura parece inundarlo todo y hacerles llegar tarde a toda manifestación de afecto;  incapaces de reaccionar a tiempo y de mostrar ni un pequeño atisbo de generosidad hacia cuanto les rodea. Gente para la que la otra gente siempre albergará un rival a abatir y ante el que no se permitirán hacer la menor concesión. El mundo de las letras está plagado de ejemplos como el narrado, demasiado palpable el recelo que persigue algunas espaldas, pero no lo está menos la oficina, el vecindario, el mundo de la política o las aulas de cualquier universidad. Son demasiados los ámbitos en los que el altruismo parece no tener cabida por más que resulte desolador reconocerlo. Hay algo en la bondad que con demasiada frecuencia la hace ser mal interpretada y que puede ocasionar, como respuesta, un profundo menosprecio hacia quienes de modo bienintencionado la practican. La palabra bondad hace referencia a un valor de la conducta humana que se vierte al exterior como inclinación natural a hacer el bien. Es un principio, un valor moral, una manifestación vivencial de todo lo bueno y amable que poseemos y que en algunos individuos se convierte en rasgo distintivo de su personalidad. La bondad se relaciona en general con la capacidad de empatizar con el otro, de sentir compasión, de mostrarse generoso y gentil, de mantener una actitud abierta y receptiva a toda necesidad ajena. La bondad se convierte pues en cualidad de excelencia en individuos que poseen elevada inteligencia emocional.

Dado lo inexplicable que a mis ojos resulta comprender el rechazo a quien procura el bien ajeno, me cuestiono cual es el origen de la burla y el escarnio de todo malpagador hacia aquel que se esfuerza por hacerle la vida más fácil. Arrojo entonces -como en juego de dominó- mis fichas encima de la mesa,  remuevo sin mirar las diversas variables que contienen esperando que al girarlas aporten algo de luz a un hecho, que como tantos otros que afectan al hombre, me provoca de modo inevitable un profundo desasosiego. Todos somos conscientes de nuestra propia dualidad. Conocemos de antemano poseer cierta cuota en el reparto del bien y el mal. Los sabemos inherentes a la naturaleza del hombre; sin embargo la infancia nos muestra una etapa donde predomina la amabilidad, la inocencia, la espontaneidad, la ternura y el amor hacia los otros. El niño es bondadoso por sí mismo. Siente empatía inmediata hacia otra criatura que a su lado muestra dolor, comparte sin medir consecuencias cuanto tiene y me pregunto en qué momento nos perdemos y trocamos lo bueno por lo malo y convertimos lo malo en aceptable. En qué momento el altruismo cambia su mirada, refuerza sus murallas y hace fortín interior.

En un mundo atestado de individuos cada vez más ajenos a cuanto nos rodea, la bondad se convierte en una suerte de rara provocación, pura actitud hostil; todo un reto, un desafío que no estamos dispuestos a asumir. La bondad exige contrapartidas que no somos capaces de restituir a origen y “el mal pago añade mérito a las buenas obras” como afirmaba Jacinto Benavente. Una buena acción es más conmovedora cuando es ignorada por aquel que la recibe. En demasiadas ocasiones ser objeto de bondad nos sitúa en una posición incómoda e inoportuna, por cuanto que nos obliga a exponernos y a salir de la cueva. Hay, tal vez en todo ello, mucho de mala conciencia y de abierta desconfianza. Ambas, una y otra, nos permiten mirar de forma crítica y con mirada displicente a quien se desvive por sernos útil. A veces considero que se produce una respuesta de auténtico rencor hacia la gente amable. En el fondo la bondad del otro nos alerta de una deuda que no sabemos o no queremos pagar y que a su vez, por breves segundos de destello ético, nos hace sentir miserables. Un hecho, sin duda poco apetecible en un universo que ignora como mirar dentro de sí mismo y de una sociedad que se resiste a otorgar a la benevolencia y a aquellos que la practican el espacio que merecen. Pero hay otras dudas que me asaltan con respecto a un concepto, el de bondad, que como cualquier otro que afecta al ámbito humano posee múltiples aristas.

A decir de la sabiduría popular la línea que separa la bondad de la estupidez es muy fina y me gustaría centrarme en esta idea tan asentada en el imaginario colectivo y que aproxima ambos conceptos hasta casi identificar el uno con el otro. Hay algo, como apunté antes, sin duda inquietante y subversivo en toda manifestación de la bondad en el momento que vivimos; algo cuyas claves no logramos descubrir y que nos altera profundamente. Nos movemos, de manera cotidiana, en un entorno predispuesto a aplicar el sálvese quien pueda ante cualquier dificultad. La presencia del ser benévolo, ese que irrumpe nuestras vidas sin exigencia contractual, es percibida no desde el afecto y la gratitud, sino como la de alguien anómalo; un ser simple en su imprudencia y en su ingenuidad. La actitud, para con quien sabemos de antemano que jamás traicionará nuestra confianza, suele ser vergonzante, abusiva e injusta. Es habitual, por mucho que cueste reconocerlo de forma desapasionada, intentar obtener de él cuanto podamos, ignorarle, ningunear sus logros o bien ofender sus méritos para luego abandonarle a su suerte tan pronto como se invierte la necesidad. Así las cosas y a pesar de ello, el bondadoso no se dará por vencido y seguirá ejerciendo una y otra vez  el bien, pero cuando precise de los demás entenderá casi siempre que está solo. ¿Pero es sólo altruismo lo que subyace bajo toda acción bondadosa o hay algo más? Posiblemente la respuesta a esta pregunta sea un no, aunque no podría asegurarlo. Tiendo a creer que no se trata tan solo de altruismo en el sentido estricto de la palabra, por mucho que tal sentimiento esté siempre presente en un alma llena de bondad.

El altruismo implica ayuda desinteresada y aunque la bondad no aspira a ganancias ni dividendos, otorga enorme satisfacción a aquel que la ofrece a manos llenas. La persona buena lo es desde la cuna y por mucho que lo intente no puede cambiar su condición. Puede tener momentos de flaqueza, puede sentir entonces un deseo ferviente y oculto de pasar al lado oscuro, pero se le hace imposible. Hay una barrera que casi siempre se vuelve infranqueable para acceder al mal, pero existe además algo más. Existe en toda benignidad un deseo natural de servir a los demás, de ser útil y de lograr que la vida a su alrededor sea más agradable. Como dijera Cesar Vallejo en su poema Me viene, hay días, una gana ubérrima… 

…”Quiero ayudar al bueno a ser su poquillo de malo
y me urge estar sentado
a la diestra del zurdo, y responder al mudo,
tratando de serle útil en
lo que puedo, y también quiero muchísimo
lavarle al cojo el pie,
y ayudarle a dormir al tuerto próximo.”

La buena gente se expresa libre y sin demandar nada a cambio, pero humanos al fin, confían con su candor habitual en ser queridos y tal vez en cierta forma, compensados por ello con cierta reciprocidad. En algunos casos esto ocurre obteniendo por ello respeto, dignidad y una enorme aceptación social. Se genera en esos casos una especie de aura y un sentimiento de admiración en torno a su persona. Son personajes, casi siempre públicos, cuyas acciones adquieren enorme repercusión social. Los otros, las buenas personas de a pie, no siempre corren la misma suerte. Muchas de sus acciones parecen no procurar el menor crédito ni afecto por parte de aquellos que las reciben, llegando a producirse en ocasiones una dependencia de los primeros con respecto a los últimos. La bondad precisa de alguien a quien rescatar y su bienestar depende, en perverso círculo, del sujeto rescatado. Sin alguien que sufre o tiene una necesidad, la acción desinteresada y generosa en ciertos casos carece de sentido.

Es indudable que ayudar a los demás mejora nuestra autoestima y nos hace sentir bien. Nos percibimos al hacerlo como seres más valiosos, más útiles y necesarios. Es normal confiar en que aquellos a quienes ayudamos no olviden nuestras manos cuando precisemos de las suyas. Es coherente no exigir pago ni débito alguno, pero también lo es en el fondo confiar en despertar cierta estima y consideración en el otro que no siempre se recibe. Afirma Antoni Bolinches, psicólogo clínico “La bondad desde el adulto ha de ser una suerte de gratificación y autoafirmación, pero actualmente por desgracia, en nuestro modelo competitivo, la bondad es una fuente de congruencia interna, pero una desventaja para el éxito social”. Y con el tiempo, cuando esta desventaja comienza a hacerse palpable, los benévolos que pueblan este planeta acumulan una enorme sensación de indefensión y desarraigo, una frustración contenida y siempre enmascarada bajo el peso de la aceptación que les hace parecer pusilánimes ante el resto, reforzando en quienes no entienden nada la penosa idea de su idiocia. Mas no es débil quien, aun a pesar de la hostilidad del medio, muestra congruencia en su comportamiento y se atiene a sus convicciones. Jamás podrá ser considerado tibio aquel que desafía burla extraña y actúa en favor de los otros. La bondad es, por el contrario, pura asertividad, conciencia clara del valor propio y ajeno. Es  poseer el coraje necesario para no plegarse ni dejarse derrotar por la masa amorfa que pretende el control. Es desafiar abiertamente el hastío y la falta de empatía que nos convierte en seres inertes y absurdos. Cuantos más seres bondadosos pueblen la tierra más fuerte, más justo y más valiente será nuestro planeta. Pues como dijera Franklin D. RooseveltLa bondad humana nunca ha debilitado la resistencia o ablandado la fibra de un pueblo libre. Una nación no tiene que ser cruel para ser dura”.