“Toda pasión raya en lo caótico,
pero la del coleccionista raya
en el caos de los recuerdos”.
Walter Benjamin
No hace mucho tiempo, en el artículo “La biblioteca de Spinoza”, me referí al sueño barthesiano de una biblioteca “ejemplar de libros de fondo” (diccionarios, enciclopedias, manuales, etc.), y entonces describí la biblioteca “esencial” de Benito Spinoza que, a la hora de su muerte, consistía en apenas cuarenta libros.
La biblioteca de Walter Benjamin, filósofo y crítico alemán de la Escuela de Frankfurt, era todo lo contrario de la de Spinoza, no sólo en cantidad, ya que, a los cuarenta libros de Spinoza, meticulosamente ordenados en cinco anaqueles, se le oponía el caos de los más de cinco mil volúmenes de Benjamin. A diferencia también de Spinoza, para quien su biblioteca “esencial” de cuarenta libros tenía la función de consulta, estudio y gozo, Benjamin era un coleccionista y, como tal, no se preciaba de haber leído todos sus libros. La colección privada de Walter Benjamin no tenía, en términos marxistas, ni valor de uso ni valor de cambio. En la posesión de los libros encontraba Benjamin “su profunda relación con las cosas”. Rastro infantil de la pérdida del “pequeño objeto a” lacaniano, los libros de la colección buscaban reemplazar, de alguna manera, ese objeto perdido que, como el deseo, es infinito e irrecuperable.
En su ensayo “Desempacando mi biblioteca”, Walter Benjamin da cuenta de su pasión por los libros. Porque le apasionaban los libros, su pasión lo llevaba a recorrer las calles en busca de regueras de libros, de pequeñas librerías de libros usados; su pasión lo arrastraba por las ciudades y las subastas en busca de ejemplares antiguos y raros. Y si como dice el mismo Benjamin, “Toda pasión raya en lo caótico, pero la del coleccionista raya en el caos de los recuerdos”, cada libro lo llevaba a la fecha, el lugar y las circunstancias que rodeaban la adquisición de un determinado ejemplar. Pero el mismo caos que constituía su colección privada se había convertido en “hábito, a tal punto, que parecía un orden”. Su vida giraba alrededor de esa “tensión dialéctica caos/orden”.
HABENT SUA FATA LIBELLI (encuentran los libros su destino). En las manos de Benjamin encontraban los libros su destino, su gozosa liberación, al fin, en los estantes de su biblioteca privada. Como “un todo armonioso”, cada uno de los detalles del libro tenía su importancia: lugar y fecha de publicación, formato, encuadernación, dueños anteriores, ilustraciones, etc. Este conjunto de precisiones y detalles culminaba entonces en “la emoción final”, en el “estremecimiento de la adquisición”.
Pero esa pasión habría de terminar una fría mañana de octubre de 1940, según nos cuenta Hannah Arendt. Walter Benjamin, que estaba a punto de emigrar a los Estados Unidos, como ya lo había hecho el resto de sus compañeros de la Escuela de Frankfurt -Adorno, Horkheimer y Marcuse-. Benjamin se quitó la vida en la frontera entre Francia y España. Había logrado sacar de Alemania la mitad de su biblioteca y llevársela a su apartamento en París, donde tuvo que dejarla abandonada en la fuga y donde, posteriormente, fue confiscada por la Gestapo. La idea de emigrar a los Estados Unidos sin su biblioteca lo aterraba: “¿Cómo iba a vivir Walter Benjamin sin sus libros?”, precisamente él, que tenía esa “necesidad interior de poseer una biblioteca”.