"Si pudiese, —la frase es de Roland Barthes— tendría una biblioteca ejemplar de “libros de fondo” (diccionarios, enciclopedias, manuales, etc.): que el saber sea un círculo a mi disposición". En algún momento de los ya lejanos días del proyecto semiótico, Juan Byron y yo -especies de Bouvard y Pécuchet tropicales- soñamos con una biblioteca formidable de diccionarios, enciclopedias, manuales introductorios y libros insólitos; soñamos con una "biblioteca ejemplar" como la que deseara Barthes. Y fue también durante aquellos días cuando tropezamos por primera vez con el nombre de Baruch Spinoza, asociado a la interpretación de textos.

Benedictus Spinoza (1632-1677), filósofo y optometrista holandés, dejó tras su muerte la magra herencia de siete camisas -buenas y malas-, dos pares de zapatos, dos pantalones, dos chaquetas negras, dos sombreros también negros, dos abrigos: uno turco de color rojo y el otro, también turco, pero negro; y un estante de roble con apenas cuarenta libros, meticulosamente ordenados en cinco anaqueles. Entre sus cuarenta libros, se encontraban varios diccionarios en griego, latín, hebreo y español, Los diálogos de amor de León Hebreo, las obras completas de don Luis de Góngora, varias gramáticas griegas, las Novelitas ejemplares de Miguel de Cervantes, un sólo volumen de El Criticón de Baltasar Gracián, un tratado de lógica o "arte de pensar", una biblia en español, un tomito de viajes a España, fechado en 1655 y la geometría de Euclides.

Y como dijera Walter Benjamin de aquel intelectual que comenzó a escribir sus propios libros, porque se aburría de leer los ajenos, Benito Spinoza fue sustituyendo uno a uno los libros ajenos con los suyos propios. Sólo quedaron los "libros de fondo" y aquellos que no lo aburrían. Su Tratado Teológico-Político fue publicado anónimamente por una editorial fantasma en La Haya, en 1670. El Tratado sobre el arco iris fue un día, de acuerdo con Kortholt, dado por él mismo "a las llamas y no a la imprenta". El Tratado político quedó trunco a causa de su muerte. También dejó inconclusa una Gramática hebrea. Otros libros, como un Álgebra o Regla de cálculo, nunca los llegó a escribir.

Rodeado por sus cuarenta libros, Benoît de Spinoza buscó a Dios en la naturaleza, desafió a los teólogos judíos más importantes de la época y logró formular los rudimentos de una Hermenéutica Literaria Moderna. Para tal fin, estudió durante muchos años los problemas relacionados con la interpretación de la Biblia. Dichos problemas los constituyen el estudio de la lengua, la significación, el contexto social y cultural, la historia y las implicaciones ideológicas del proceso mismo de interpretación.

Rodeado por el saber de sus cuarenta libros, Spinoza no sólo entendió que los problemas que plantea la interpretación dependían de las relaciones intratextuales, cotextuales, y contextuales sino que también el "sentido" era una construcción cultural e histórica. Spinoza también entendió que la comprensión, explicación e interpretación de los procesos de significación no eran inocentes y que, por lo tanto, no estaban exentas de castigo: su excomunión y la censura de su Tratado Teológico-Político, a sólo cuatro años de publicado, fueron pruebas irrefutables de las consecuencias políticas del trabajo textual.

Benito Spinoza, el apóstata, judío excomulgado con infinitas maldiciones del Deuteronomio, murió un domingo 23 de febrero de 1677, a las tres de la tarde, sin haber sido llorado ni lamentado; y sobre cuyo cadáver se hizo rodar un enorme peñasco; murió dejando sus siete camisas, sus cuatro nombres, sus cuarenta libros y el expreso y último deseo de que no le permitieran a nadie pasar a verlo porque "quería morir sin discusiones".