Cuando me pongo triste pensando en tus quince años la vida se me descontrola y puedo ver la nube negra de la depresión acercarse a mi cuerpo de isla, mi corazón de bienmesabe y mi mente de cacaíto. Pero volteo la casetera y me digo que como la uva, la nube también pasa y brinco de alegría, escucho consejos, y me tiro a la calle o al día con la misma intención pero mejorada, a sabiendas de que no hay que ser perfecto aunque el compromiso del monje o la monja que escribe es zarandear esa perfección. Todo esto para decirte que hay otra clase de gente, y yo quiero contarme entre ellas, así que ni tu yipeta ni tus cadenas ni tu flamante cargo van a hacerme mella. Quizás unos años atrás sí… bueno, quizás no. Años atrás yo me bebí todo el veneno que me diste y presa de la estupidez me mantuve en un estado de flagelación que decirlo es poco. Y aquí estoy, con los pantalones arremangados al lado ese mismo arroyo. Pensando.
Y la poesía se piensa.
No quiero decir que me curé, porque no soy el ser renovado que ha visto la luz. Pero sí puedo decir que como el caribeño errante, encontré una escuela del sufrimiento que me conviene, que me asienta bien. Supe de esta escuela gracias a mi querido Henry Miller, quien ha venido a mi rescate ya antes. Esta vez, dijo Miller en Conversaciones desde mi baño, que en la aldea hubo un chavalillo que según los mayores, daba para monje. Lo enviaron al monasterio y se dio un duro el chamaquito, pero luego de un tiempo un abad dijo que el prospecto de monje era bueno pero no daba ni pal ante ni patrás. Pues nuestro monje hizo sus motetes y se tiró a la calle. Terminó en Ámsterdam. Allí probó baracaníguara, se acostó con una mujer de Armenia y bebió whisky doce años. En estas estaba cuando logró el momento único de la iluminación, o satori, como le llaman los entendidos. Después de esto, regresó al monasterio, donde el abad lo recibió con lágrimas en los ojos y los brazos abiertos. Se volvió a los monjes más jóvenes diciendo: Siempre es de noche… vivimos en la noche más oscura del pecado, pero también hay un sol muy adentro, de nosotros, de cada uno, de cada cosa.
Repito que no estoy curado, que de vez en cuando el veneno regurgita en mí como un anzuelo dulce y espacioso. Pero yo prosigo trabajando la madera, consciente de que hay un momento de satori escondido tras cada palabra que producen estas horas nalgas que un espíritu escribidoi y maidito me asignan y me exigen día por noche. Estoy aquí, pero no soy yo.