“Dime, oh Dios, si mis ojos, realmente, la fiel verdad de la belleza miran; o si es que la belleza está en mi mente, y mis ojos la ven doquier que giran”

Miguel Ángel Buonarroti

Me gustaba que estuviera allí y a lo largo del trayecto hasta aquel lugar soñaba con encontrarle en aquella espaciosa habitación, en la que casi siempre solía acompañarle en respetuoso silencio mientras esperaba a que mi mamá finalizara su tarea. Yo adoraba aquel antiguo caserón en el que él residía con su única hija cuando ésta, recién abandonado el convento, regresó al hogar familiar tras la inesperada muerte de su madre. Todo allí era sencillo y a mí me parecía muy hermoso. Era como aproximarse al sol en medio de una pequeña ciudad que estaba creciendo desmañada y sin apenas gracia en sus formas, obstinada en sustituir muchos de sus magníficos edificios de antaño por anodinas construcciones de ladrillo rojo que tanto empobrecían y afeaban el aspecto de sus calles. La fisonomía de esta capital de provincias, como tantas otras en el país, comenzó en los años de mi infancia una vertiginosa transformación que dejó sus avenidas sin balcones ni flores, sin árboles que embellecieran sus aceras, sin la elegancia ni la armonía de las décadas anteriores impresa en el diseño de unas viviendas que alojaban a una población que se trasladaba incansable y cada día con más urgencia desde las zonas rurales. Tal vez por eso cada vez que ascendía los peldaños de piedra de aquella alta escalinata, hasta alcanzar la puerta de acceso a su hermoso portal, algo dentro de mí anticipaba el paraíso.

Yo, siempre tan tranquila y sosegada, me mostraba impaciente en esos instantes previos a mi llegada. Desde que salía de mi casa percibía una felicidad inusitada en aquella niña imaginativa y llena de sueños que era yo. Si he de ser sincera no sabría decir en qué momento llegó hasta mí y me alcanzó aquella locura por la belleza, aquel ensimismamiento por deleitarme en contemplar las cosas bonitas. No sabría precisar a ciencia cierta  cuánto había en todo aquello de mí misma,  o cuán grande fue el poso que todas esas visitas iban dejando en mi piel. Los recuerdos tienen para mí mucho de nebulosa, se me agolpan a veces indistinguibles y no logro rescatar una visión nítida de todo aquello. Me esfuerzo por hacerlo pero no consigo atisbar elementos, para mí significativos, en el interior de aquella casa. Apenas nada puertas adentro. Nada salvo un pequeño puñado de detalles muy concretos. Un largo pasillo que se abría ante mí una vez franqueada la puerta, unos techos inalcanzables que a mis ojos infantiles se elevaban al cielo por encima de mi cabeza, la inmensa galería que me esperaba al final del recorrido y la luz. Sobre todo esa luz aún prendida en mis pupilas y en mi memoria, que se colaba, con indudable descaro, a determinadas horas del día a través de los enormes ventanales  de madera y que inundaba generosa toda la estancia.  Mi aliento se detenía al ver todo aquello y al mirar, desde aquella posición, el jardín que disfrutaba extasiada con mi pequeña nariz pegada al cristal. Árboles y más árboles se extendían ante mí como la superficie de un océano verde e inmenso. Y yo contemplaba sus copas desde mi atalaya como en un sueño, un poco elevada sobre una silla tapizada con un bello brocado en tonos azules y dorados que apoyaba sus patas en aquel suelo de tarima brillante y bien encerada. Siempre he necesitado acariciar la textura de tejidos como aquel. Aún lo hago, es una vieja costumbre. Mi mamá solía decirme por aquel entonces que yo tenía ojos en los dedos y yo no dejaba de mirar los míos con asombro sin saber bien qué quería decir con ello.

Y en medio de todo aquel escenario se situaba el artífice de la magia. No muy alto, delgado, muy delgado, enjuto y delicado su rostro cuya piel -con el paso de los años- parecía fundirse con sus bien cincelados huesos. De pelo cano y muy escaso, portaba un fino bigote ya en desuso y como trazado con tiralíneas, que dibujaba una recta un poco por encima de su boca Recuerdo su mirada tranquila y sonriente, sus manos largas, nacaradas hasta parecer casi transparentes, tan calmadas y serenas como todo en él, como su voz y todos sus movimientos. Nada desentonaba en su figura, ni un mal gesto que rompiera el equilibrio en su persona. Su presencia provocaba en mí esa suerte de encantamiento que me asaltaba en cuanto al fin le veía. No sé qué edad podría tener en aquella época pero a mí me pareció desde que le conocí muy anciano. Un anciano venerable y sabio. Don Cándido. Siempre le llamé así, con el don de respeto por delante de su nombre, mi madre me había enseñado a hacerlo de ese modo. Era mi particular mago de la luz y de las sombras, de la paleta de colores infinitos, el pintor de cientos de cuadros que llenaban las paredes de aquella casa y que llegaban hasta el techo.

Yo llegaba y me acercaba a aquella mesa, que de pared a pared estaba llena de óleos,  de barnices y frascos de trementina, de pinceles y paletas que se agolpaban en tarros de cerámica a lo largo de la misma, junto a imágenes apiladas y fotografías que cambiaban en cada nueva visita y con cada nuevo encargo. El me dejaba investigar con la mirada todo aquello sabiendo que después yo haría, como siempre, mil preguntas. Quería que me contara cómo mezclaba los colores, de dónde había sacado aquel tono esmeralda que tanto me gustaba en su última pintura sobre el caballete y por qué tenía aquel brillo tan precioso, quién era aquella niña que estaba pintando y si también le visitaba. Así pasábamos un buen rato, el paciente y yo deseosa de saber. Después, satisfecha mi curiosidad me sentaba en el sillón orejero que ahora ocupa un lugar de honor en mi desván y me sumía en un profundo silencio mientras mi imaginación volaba a mil lugares distintos con cada una de sus pinceladas. A veces dejaba los pinceles por un buen rato y sacaba de una caja de cartón unos muñecos de guiñol para hacerme reír  o para contarme  una hermosa historia que ya no me abandonaba en muchos días. No sé cuántas veces llegué a sentarme en aquel sillón, no podría contar cuántas veces fui a visitarle hasta que falleció, pero pocas o muchas dejaron en mí una huella imborrable y un amor siempre inagotable por el arte y la pintura, por las historias bien contadas, por ese tipo de afecto desinteresado que se ofrece a cualquier edad y sin la menor condición. Él había sido hacía mucho tiempo maestro y tal vez por todo cuanto me enseñó, por tanto cuanto me ofreció sin saberlo, me gustaba tanto y deseaba tanto que él siempre estuviera allí.