“Nuestra generación no se habrá lamentado tanto de los crímenes de los perversos, como del estremecedor silencio de los bondadosos”-Martin Luther King.

En la Asamblea Nacional de 2012 el presidente Medina prometió una revolución moral, además de una educativa. Una que tenía que ver con probidad y estricta y transparente observancia de las normas de la Administración.

Advirtió entonces, blandiendo el terrorífico chicote de la colonización africana, sobre las terribles consecuencias que esperaban a los desvíos pecaminosos: “nuestro gobierno será intolerante con actos de deshonestidad o de despilfarro de los recursos. Fortaleceremos los instrumentos institucionales para su prevención, corrección y sanción”. Emocionado, exclamó desde el pódium: “…el ejemplo consolida la íntima conciencia social y alerta a los deshonestos y venales de que no existen actos sin consecuencias”. 

Como elemento complementario de su conceptualización moralista, prometió a todos desarrollar “un sistema de consecuencias que reconozca a quienes cumplan meritoriamente con sus deberes, pero que sancione de manera ejemplar a quienes puedan traicionar la confianza de la ciudadanía en el manejo de fondos públicos”.

El presidente nos ha decepcionado. Terminó demostrando que una democracia sin clientelismo es una idea metafísica. ¿Dónde permanece escondida su administración pulcra y ejemplar, bajo el acecho permanente de un régimen de consecuencias?

Se diseminó en vergonzosos acontecimientos tipificados como extorsión, falsificación, soborno y compras y ventas irregulares. En la ignominiosa vanguardia aparecieron la Oficina de Ingenieros Supervisores de Obras del Estado (OISOE), el Consejo Estatal del Azúcar (CEA), la Corporación Dominicana de Empresas Estatales (CORDE), ya disuelta, el Instituto Nacional de Aguas Potables y Alcantarillado (INAPA) y la Oficina Metropolitana de Servicios de Autobuses (OMSA). 

Para coronar la estela explotó el escándalo de los multimillonarios sobornos repartidos por Odebrecht, proceso en el que, sin dudas, danzó, en obscuro traspatio, una de sus obras maestras: Punta Catalina. Todavía quedan por investigar las licitaciones de Edeeste, en las que hay dos parientes del mandatario involucrados. Ojalá Alicia se anime.

Recientemente, se suma el caso protagonizado nada menos que por su propio Penco: alarmante, desafiante y desbordado. Unos meses antes de la celebración de las traumáticas primarias pasadas, ¡el flamante Penco autoriza obras por 11 mil 500 millones de pesos, de acuerdo con un plan premeditado que burla flagrantemente las normas de compras y contrataciones!

La realidad es que el presidente es el preceptor del sistema clientelista más rapaz de los últimos treinta años. Eso sí, con el agravante de un original estilo que la gente detesta: solo habla en ocasión de discursos importantes o inaugurales; luego, guarda un insufrible silencio cuando el país entero juzga por su cuenta ruidosos escándalos de corrupción o inaceptables ineficiencias administrativas.

Nadie sabe a ciencia cierta si es una mudez provocada por la amargura lacerante y la decepción angustiosa, o es una indiferencia aprobatoria que legitima los actos de corrupción y fortalece los variados procesos de desconocimiento de la autoridad. En cualquier caso, es un silencio que mata la esperanza de los electores y sella la complicidad del silente con la delincuencia de Estado.

Solo ahora sabemos que estaba mintiendo cuando en 2012 dijo con voz amplificada y fingido amor a sus semejantes: “…seré amoroso con los buenos, honestos y humildes, pero implacable contra los deshonestos, oportunistas y soberbios”. ¡Una genuina sentencia bíblica que no cuenta con necesaria actitud consecuente de su autor!