Durante la recta final de la campaña electoral en los Estados Unidos el presidente y candidato a la reelección, Donald Trump, acostumbrado a fijar posiciones oficiales a través  de su cuenta de Twitter, utilizó esta red social para enviar mensajes intranquilizantes a los electores, y a la sociedad que comenzó a recibir con estupor los “posteos” en los que denunciaba que sus rivales demócratas utilizarían el voto por correo para arrancarle el triunfo que los ciudadanos le darían el 3 de noviembre con la aprobación presencial en las urnas a su candidatura.

La “denuncia”, repetida hasta madurar una posición completamente desviada de la tradición, contaminó a los militantes y simpatizantes republicanos que comenzaron a hacerse eco de la supuesta conspiración que pretendía despojarle del triunfo, por lo que, el desconocimiento de los resultados se impondría no solo en el relato, sino en las calles, razón por la cual durante los días preelectorales y postelectorales se vieron en las calles a “tumpistas”, según medios de prensa internacionales de importancia, no solo levantando consignas contra el supuesto fraude electoral, sino portando armas de guerra.

La tensión no solo subía (y sube) con los “posteos” vinculados al tema comicial, pues la crispación parecía (y parece) un cóctel con reloj de estallido programado, alimentado además por denuncias de amenazas a funcionarios electorales y sus familiares para que varíen los resultados en favor de Trump; por el mal manejo que el mandatario daba (y da) a la crisis sanitaria, por las acciones evidentemente racistas de la policía que condujeron (y conducen) a violencia callejera y por la insólita afirmación de una posible guerra civil, como lo planteara el reconocido intelectual Noam Chomsky durante una reunión virtual de la naciente Internacional Progresista, y que fue, y es, motivo de análisis y preocupación en sectores influyentes en los Estados Unidos que han sido sorprendidos por semejante advertencia.

La cuestión es, que si bien es cierto que hubo otras crisis postelectorales como la de 1960, como consecuencia de acuerdos entre el padre de John Kennedy con la mafia chicagüense para llevar al joven candidato a la presidencia del país a cambio de “dejar tranquila a la banda”, como cuentan algunos historiadores, la fortaleza del liderazgo nacional, que por esos días tenía claro que no podía poner en juego la imagen del rector de la democracia occidental, sepultó las denuncias de fraude en Chicago y otros once estados de la unión. Igual ocurriría con la crisis postelectoral tras el enfrentamiento en las urnas de Al Gore y George Bush que terminó con una sentencia de la Corte Suprema, dominada por el partido del candidato favorecido. 

El escenario actual, marcado por serios signos de decadencia en los Estados Unidos, expresados no solo en el plano internacional con la pérdida de su hegemonía comercial, tecnológica, diplomática y la desconfianza de sus aliados, sino en su proceso de desindustrialización, aumento de la pobreza, las desigualdades económicas y sociales cada vez más profundas, es distinto a escenarios electorales anteriores parecidos, porque la falta de cohesión de la sociedad y el fracaso ante la búsqueda desesperada de un líder unificador fuera del establishment y la nomenclatura de los partidos, como han sido Barak Obama y Donald Trump, diluyen las esperanzas de revertir los males estructurales que se vinieron incubando desde las acometidas reformas neoliberales de Ronald Reagan que comenzaron a fracturar a la sociedad.

De ahí que el cuadro exhibido por estos días, aderezados por las denuncias de fraude electoral, se asemeja a la marcha de los procesos sociales, económicos y políticos de nuestra América Latina, motorizados por los efectos de nuestro capitalismo tardío y arrítmico heredado de nuestros colonizadores y que nos convirtieron en economías primarias, agrícolas, en las que la banana se convirtió en símbolo debido a la presencia de la United Fruit Company en Costa Rica y la siembra de ese rubro, el que cultivaba con ganancias exorbitantes, lo que lograba sobornando a políticos, articulando golpes de Estado y auspiciando fraudes electorales.

De esta forma de operar para lograr ganancias a base del cultivo del banano se fue derivando un concepto para definir a los países con instituciones débiles, pobres, corruptos, atrasados y tercermundistas: “repúblicas bananeras”. El término despectivo, no porque lo sea, sino por lo que encierra en el concepto que ha venido a representar y describe parte del cuadro que viven los estadounidenses, nos hace reflexionar sobre si los males estructurales de que adolece aquel país y que devienen en comportamientos sociales y políticos parecidos a los nuestros, nos indican que la nación consolidada por George Washington camina hacia la “bananización”.