Propongamos, para empezar, una comparación dolorosa: Los grafitis de la desesperación, redundancia asqueante, buscan muros de cal anteriores a Lot. Es común pensar que no es arte, que es moderno o al menos actual, que son propios de la naturaleza malsana de la ignorancia. Nadie más ignorante que los que postulan con cinismo esta postura. El arte, desde que lo conocemos, nace de de las asfixia causal de la desesperación tal como el grafiti.

No nos interesa espectar al héroe feliz, a las incomodas sonrisas del protagonista agónico de felicidad. Como tampoco nos interesa el anonimato que va manchando las calles con aerosol o teatro sin tablas. Nos conquista el autor que condena al personaje de ficción a sufrir nuestras penas.

Así, como quien no quiere el tiempo, pasa improvisada la contundencia del arte. Las penas expuestas de la humanidad cargándose u empuñando la vida en tierras paralelas. La Capitana, que volverá sabe dios cuando este año, y la Balsa de la Medusa se sostiene en la perennidad del Louvre.

Recuérdome recogiendo los mendrugos que sobraron de mí al salir de una pieza de teatro duro, puro e irracional, a finales de mayo o inicio de junio… Recuérdome en plena e inocente niñez contemplando el naufragio y asilándome en la estructura inconcreta de los rostros. Y siempre he sabido confiar en el gusto de pocos, y salvando las distancias, ha valido la pena.

En la Balsa de la Medusa la luz y el viento responden a la vida en un homenaje presagioso. Los trapos y las ropas de los que nos dan la espalda, a nosotros los muertos y a la muerte, ondean con desesperación más que con alegría. Los vientos no pueden contra los sentimientos que empapan a los que nos dan la cara, la luz se deja ir (como en un Cristo cualquiera de Velázquez) de esos rostros y a la vez aúnan los que descansan ya muertos con los que férvidos se empuñan la vida.

En “La Capitana”, de Teatro PiedePuente, una mujer agoniza es decir lucha (como diría Unamuno). Una historia fuera del tiempo, entre tantas otras cosas, de un ser humano condenado a encarar hasta el fin de sus fuerzas lo irrevocable de la muerte. Al comenzar el mar personificado trae al barco el féretro y con esto el recuerdo y la locura. Un viaje faulkneriano donde se persigue “la nueva tierra” para enterrar la bandera de un hijo muerto.