“Yo escribo para vivir”, respondió  escuetamente el poeta Juan Gelman, ante la pregunta sobre su hábito de trabajar estéticamente el lenguaje. Esta frase cobra un valor especial en nuestro país, donde escribir implica sortear algunos peligros, en particular si la obra tiene algún valor, si es publicada y, peor aún, si es bien ponderada.  A la escritura como acto vital hay que agregarle unas acrobacias  de autopreservación y supervivencia. Escribir aquí es  entrar a un terreno minado.

Luego de vivir la peripecia de crear el texto, debes, la mayoría de las veces,   invertir recursos propios para la publicación, realizar labor de editor y distribuidor, reseñista, organizador de eventos, anfitrión, maestro de ceremonias y, en última instancia donante. Pero la más ingrata de todas las situaciones que enfrenta un autor es la autofagia literaria, una especie de rara enfermedad en donde los escritores se alimentan de la destrucción de los textos del otro.

No se trata del análisis del discurso, semiología textual, estudio comparativo, psicolingüístico o sociológico, no.  Es una compulsiva tendencia a negar,  cuyo síntoma más abyecto consiste en la negación de la propia tradición. Dicha trampa afecta tanto a la víctima como al victimario. Intentando corroer todo lo que se produce en su país de origen, termina arrancando girones de su propia carne, sea este sujeto ensayista, prosista o poeta.

En esta trampa, el autor cuenta con pocos recursos defensivos, pues la autofagia se viste de “análisis crítico” y cualquier reacción es tomada como “intolerancia a la crítica”, así que se presenta la disyuntiva de sí vale la pena escribir en esta situación de indefensión.  El texto que cae en las fauces del autófago textual, no es para ser digerido, interpretado y ni siquiera leído, sino para ser destruido, y para eso no es necesaria ninguna formación analítica.

Lo que falta a la literatura dominicana (y que le sobra, por ejemplo, a la cubana) es una puesta en valor de lo nacional. El canibalismo literario dominicano no da espacio a las obras para crecer y alcanzar merecidos niveles de divulgación. Ese canibalismo no es exclusivo de la literatura: la desidentificación es patética en todo lo que lleva el sello de lo propio, de lo nacional. Un novel francés llega a las librerías y se lee más que a Marcio Veloz Maggiolo. Es una enfermedad de difícil cura.

Debido a esa falla en la identidad nacional, la relación con el otro nunca es de diálogo sino de subordinación o rechazo, dos caras de la misma alienación. El ser nacional alienando se expresa en el rechazo de sí que termina en un inconsciente colectivo con sombra pero sin rostro. Escribir para vivir en Santo Domingo, insistir en la producción textual, aunque eso signifique hiperbolizar aquello de la escritura en soledad;  es una paradoja: vivir construyendo un posible reconocimiento póstumo.

Corría la década de los ochenta. Un grupo de muchachos fuimos a visitar a Don Pedro Mir, a propósito de que el Congreso lo había declarado “Poeta Nacional”, ya de salida le digo con admiración y timidez: “maestro, le reitero mis felicitaciones…”, Don Pedro –parecía tener una cajita mágica con todas las respuestas– y me dijo: “Reconocimientos así nos llegan cuando ya no somos peligrosos”.