Dicen algunos que el pesimismo nos acompaña siempre, que en nuestro ADN cultural está impregnada esa mirada nefasta sobre nosotros mismos y nuestro futuro. Sin sonar demasiado trágico, el pesimismo se ha constituido en una marca identitaria de la dominicanidad. Nuestra interpretación de sí mismo es pesimista. Pero hay un rasgo de este pesimismo ancestral que me parece debe ser tocado: es su ramificación como esquema mental que modela comportamientos generalizados en un amplio sector de la población y, por tanto, corre el peligro de ser ampliamente aceptado como conducta buena y válida. Lo que sostengo, desde mi ignorancia, es que la mirada pesimista se ha constituido, desgraciadamente, en una idea-común que justifica las acciones impropias en términos éticos, políticos y sociales lo que ha generado, de cara al mundo práctico, una vorágine en la adquisición de bienes de consumo o en la lucha por la sobrevivencia.
Creo que la lucha por la sobrevivencia, desde los sectores empobrecidos, y la adquisición ilimitada de bienes de consumo, en los sectores histórica y socialmente más aventajados, está impregnada de una manera de ser y hacer que no encuentro otra palabra para describirla a no ser la “autofagia”. En este orden, la tesis es que la autofagia es la consecuencia de un acceso irracional e inconcluso a la modernidad capitalista, centrada en el consumo de bienes y servicios, desde una situación de colonialidad. En nuestro caso dominicano, el pesimismo se ha constituido en una matriz generadora de significaciones y prácticas autodestructivas cuyo norte es la mera adquisición de bienes y servicios de consumo.
El resultado de esta combinatoria entre el pesimismo cultural y nuestro acceso al capitalismo moderno desde una situación de colonialidad ha forjado una sociedad que se devora a sí misma en la medida en que las formas de accesibilidad a las riquezas y el consumo de bienes y servicios generados por el capitalismo moderno se hace a toda costa.
No encuentro otro modo de explicar el comportamiento, más o menos generalizado en todos los sectores de la vida nacional, de que la honorabilidad se subordina ante la adquisición y consumo de bienes y servicios. Es más, nunca como hoy hemos visto de forma tan patente que ser “honorable”, moral y éticamente hablando, no es sustancial y económicamente productivo. De otro modo: más personas, sin importar el nivel social y formativo, son capaces de claudicar de sus principios y su honorabilidad (en términos de imagen pública) con el fin de obtener un mejor acceso a las riquezas y el consumo de bienes y servicios. En buen dominicano: “somos capaces de vender nuestras almas por unos cheles”.
El pragmatismo consumista de la vida actual es una realidad innegable. La globalización nos permite consumir de alguna forma lo insospechado. Nada está ajeno a nuestros deseos, siempre y cuando los medios de acceso estén a nuestro alcance y, ciertamente, el alcance se mide en términos de adquisición económica. Todo el mundo tiene derecho a la buena vida, el problema es que esta debe estar acompañada de la vida buena. La vida de bienestar alejada de la ética no discrimina en los medios para obtenerla. Aquí está la clave del asunto, tan sencillo como es.
La autofagia es la nueva vorágine que nos depreda como sociedad. Arriba o abajo, en lo público o privado, estamos viendo como norma la claudicación de los principios éticos y morales; la sustentación de un buen nombre he visto como algo obtuso, anticuado. El afán de riquezas para el disfrute de los placeres de la vida se obtiene a base de la acumulación de dinero y para ello es necesario estar en donde hay dinero, sin importar el modo de adquisición del capital.
Por suerte, tres o cuatro quijotes modernos mantienen la esperanza viva de que todavía es posible vivir modestamente bien, hacerse de un buen nombre a la vista de todos y estar conminado por el objetivo ético de una vida intencionada con los demás en instituciones justas. Regularmente estos quijotes modernos no ocupan cargos públicos, para mal de la colectividad.
La autofagia dominicana, consecuencia de nuestra pésima estima de sí, no puede ser el destino que propiciemos para las nuevas generaciones de niños y niñas.