En un artículo publicado por este mismo diario, el profesor de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, Ramón Albaine Pons, reflexiona sobre un tema que suelo abordar en mis cursos de filosofía de la ciencia, el famoso problema de la autocorrección.

Como sabemos, resulta difícil modificar nuestros puntos de vista en cualquier aspecto de la vida si nos hemos formado en ellos desde pequeños, o nos hemos aferrado a los mismos a través de los años. Es una de las razones por las que es muy difícil que las personas cambien de creencia religiosa, ideología politica o perspectiva ética.

No obstante, se nos ha enseñado con frecuencia que una de las características de la ciencia es su autocorregibilidad, lo que suele ser interpretado como una cualidad intrínsica a los científicos que los hace modificar sus creencias, hipótesis y teorías siempre que haya argumentos racionales que demuestren sus errores o ante la contundencia de una evidencia empírica contraria.

Sin embargo, como señala el Dr. Albaine en su artículo, esta versión de la autocorreción en la ciencia no es verdadera. Y es que los científicos, al igual que el resto de los seres humanos, tienden a aferrarse a sus ideas, independientemente de lo bien fundamentados que esten los argumentos contarios.

Hace muchos años, Max Planck señaló que una verdad científica no emerge mediante el convencimiento, sino que lo hace cuando muere una generación y surge una nueva convencida de la validez de las nuevas ideas.

Si es así, ¿por qué se habla del debate crítico y la autocorregibilidad en la ciencia? Porque, como señala el profesor Albaine, es la ciencia, como un conjunto de practicas y conocimientos, la que se corrige. Se trata de un proceso colectivo que trasciende los intereses, apegos y creencias individuales de las personas que hacen la ciencia.

En otras palabras, el abandono o la aceptación de una creencia científica no depende de un “congreso crucial”, de un debate último o de un juicio académico donde se librará una batalla de ideas con un consiguiente ganador y perdedor.

Se trata de un proceso complejo, paulatino y muchas veces imperceptible de arrinconamiento de viejas ideas y emergencia de nuevas en un periodo que, con frecuencia, dura décadas y hasta siglos.

En conclusión, los científicos no son personas más inmunes a la terquedad, a la cerrazón o al apasionamiento ideológico que el resto de la gente, lo que sí han logrado es sostener un sistema de prácticas que funciona de manera eficaz en la resolución de situaciones problemáticas, independientemente de las limitaciones y las miserias individuales.