Ya es un espacio común. Todos lo sabemos. La diferencia entre una ideología, o una religión, y la ciencia es que ésta última elimina sus errores y pudiéramos decir, se corrige; mientras las dos primeras son dogmáticas, tienen lo que creen (o hacen creer) que es una verdad y se aferran a ella y gran parte de su actividad es mantenerse dentro de sus cánones expulsando a quien fuese que proponga un cambio, por pequeño que sea.

Pero a veces me parece que no todos comprenden bien la autocorrección de la ciencia. Y una visión hay que tener bien clara: es la ciencia como conjunto de conocimientos y prácticas la que se corrige, no son los científicos los que de un día para otro cambian sus ideas.

Muchos tienden a pensar que si a un científico le muestran pruebas de que su hipótesis o teoría es falsa, ipso facto ellos la abandonan o la cambian, y nada más equivocado.

El científico que descubre, en una lectura o en un coloquio o simposio o congreso, que otros colegas han logrado resultados que contradicen su pensar o su propuesta tiende a defenderla y sigue buscando e investigando intentando que su teoría sea la que domine la comprensión de tal o cual fenómeno. Y no pocas veces las discusiones en congresos y seminarios especializados han sido agrias y hasta jarras de agua se han lanzado. A menudo ocurre también que se tiende a ignorar las propuestas contrarias, como si no existieran.

Son muy pocos los ejemplos de que un científico haya variado su posición, por escrito, acerca de un tema. Un ejemplo notable fue el ofrecido por el fallecido Stephen Jay Gould, muy famoso en los finales del siglo pasado como paleontólogo, evolucionista y trascendente divulgador científico, quien al presentarse la hipótesis de que los dinosaurios y grandes reptiles se extinguieron producto de los cambios climáticos que produjo el impacto de un gran asteroide frente a lo que hoy es Yucatán, en México, presentada en 1979 por Luis Alvarez ( premio Nobel de Física en 1968) y su hijo Walter Alvarez , geólogo, escribió lo que todos los paleobiólogos decían, que era una teoría sin aportes y contraria al gradualismo que defendió Darwin sobre la evolución. Pero al acumularse más y más pruebas y evidencias derivadas de la idea del choque de un asteroide externo al planeta finalmente escribió que los Alvarez tenían la propuesta correcta y que él y otros muchos estaban equivocados.

Lo antes citado es un ejemplo de un científico declarando su error, algo muy difícil de ver en el colectivo de investigadores y personas dedicadas a la ciencia, ya que lo superabundante es mantenerse en su posición y atacar o ignorar la nueva idea.

Recordemos que cuando el juicio a Galileo por sus ideas astronómicas, él invito a miembros del tribunal a que mirasen por su telescopio y uno respondió que no podía ver por un artefacto que intentaba destruir las Sagradas Escrituras.

Don Santiago Ramón y Cajal, el modelo de médico, experimentador e investigador para todos los que hablamos y pensamos en español, muestra el caso de no reconocer que uno de sus asistentes, utilizando técnicas propias, había descubierto células glíales en el cerebro que tienen un origen embrionario distinto de todas las demás células nerviosas y que realizaban una tarea diferente al resto de las células del cerebro. Las que hoy día se conocen como microglía o células de Ortega, nunca fueron reconocidas por el maestro Cajal quien incluso expulsó de su laboratorio a Pío del Río Ortega colocando la carta que lo despedía del trabajo sobre la puerta de entrada al laboratorio, para que todos la vieran. Pero Pío del Río Ortega, quien llegó a ser considerado para un premio Nobel era un hombre agradecido y en su diario, publicado en el 2015 (Ariel, Barcelona), aunque falleció en 1945, señala que ya don Santiago era una persona mayor y manipulable en ese momento.

Otro gran alumno de Cajal (para quedarnos en nuestra lengua) lo fue Rafael Lorente de No. Este gran científico partió hacia Estados Unidos luego de la guerra civil española (Ortega nunca quiso ir a Estados Unidos, a pesar de múltiples invitaciones, exilió en Argentina y allí falleció) y de ser un experto en histología del sistema nervioso pasó a ser un investigador de primera línea en neurofisiología, trabajando en diversas universidades y con distintos e importantes descubrimientos realizados. Pero no estaba de acuerdo con los resultados y menos aún con la teoría desarrollada por los ingleses A. L. Hogdkin y A. F. Huxley que descubrieron y describieron matemáticamente la actividad eléctrica de las células nerviosas sobre la base del movimiento de iones de sodio y de potasio a través de la membrana celular. Estos científicos, que publicaron sus trabajos (5 artículos) en 1952 y en 1963 junto a J. Eccles recibieron el premio Nobel en Medicina o Fisiología por su aporte, con todo y Nobel, Lorente de No en toda ocasión y hasta el día de su muerte en 1990, no les reconocía la objetividad de sus teorías y presentaba sus propios trabajos al respecto, intentando demostrar que la teoría del sodio-potasio estaba equivocada.

Es tan común esta conducta entre científicos que en mi época de estudiante doctoral me lo enseñaron temprano y a tiempo en mis estudios: “Con la ciencia equivocada no se discute, se deja morir”, resaltando que era perder el tiempo tratar de convencer a alguien, aún a alguien que suponemos que sabe pensar, como lo es un científico, de que estaba en el error, que mejor se dedicaba uno a pensar sus propias cosas y dejaba que la mala ciencia muriera con sus proponentes.

Y así la ciencia, como un quehacer colectivo, va eliminando hipótesis y afirmando aciertos. Esto no es algo intrínseco a la persona del científico, sino es todo un proceso de un colectivo de pensadores. Algunos que nunca han hecho ciencia ni tampoco han observado ni estudiado a los científicos sacan la conclusión equivocada que en ciencias nada es perdurable y todo cambia, precisamente por la ciencia eliminar sus equívocos o profundizar sus dominios, y que por lo tanto no es una actividad creíble ni sus resultados son duraderos. Una confusión, por simplificación de ideas, que como todas se ha dejado morir.

Y para terminar, imaginen Uds. mis amigos lectores, si es casi imposible hacer que un científico vea su equivocación, y cambie de opinión, ¿cómo será convencer a un político de que lo que está haciendo es un tollo y que lleva a su país hacia un despeñadero? Pero los países, igual que la ciencia, por suerte, sobreviven a sus dirigentes pseudo-ilustrados, sus tácticos y a sus “Grandes Maestros”, pues todos mueren y con ellos sus confusiones y fantasías.