Sorprende cómo la modernidad ganó terreno en Santo Domingo a través de pequeños edificios dispersos en la diversidad de la arquitectura tradicional predominante en la década de 1930.

Los principios estéticos de la nueva arquitectura promovida en Europa luego de la Primera Guerra Mundial acapararon la atención de los arquitectos que se consideraban vanguardistas. Una arquitectura que optó por expresarse a través de su propia composición, sin acudir a ornamentos ni lenguajes ya conocidos era la premisa para el diseño de los edificios que deberían construirse en el siglo XX.

La introducción de tales fundamentos fue motivo de tensiones predecibles. La nueva arquitectura resultaba un tanto extraña para la gran mayoría acostumbrada a estereotipos bien asentados en la memoria colectiva. Para las nuevas propuestas no solo se debía contar con el diseñador capacitado y atrevido sino que era necesaria la existencia de los clientes que no vacilaran para decidirse por el lenguaje moderno de los edificios. Esta dualidad ha sido clave para el avance de las artes en su dinámica de transformación y respuesta a las aspiraciones de cada generación, cuyo empuje podría iniciarse en lo que llamaríamos “el espíritu de los tiempos”.

La calle El Conde a inicios de la década de 1940. Fuente: Archivo General de la Nación

Inquieta a nuestra imaginación el escenario local donde la arquitectura moderna se insertó: una ciudad con una carga histórica importante y de escasos recursos, cuna de tantas cosas, con innumerables edificios antiguos que aun preservaban el espíritu tradicional dentro de sus rasgos de vetustez. Santo Domingo era un bastión de la memoria construida, con emblemas bien conocidos de los años de la colonia que compartían espacio con aquellos inmuebles que mostraban el gusto por lo afrancesado, tal como sucedía en las principales ciudades del Caribe. Sin embargo, la adaptación de los códigos del Movimiento Moderno en nuestro centro histórico se hizo con elegancia, con la inserción de inmuebles que actuaban como complemento de un conjunto de diversidades estéticas importantes. Esta arquitectura nueva, limpia, de paredes blancas, de proporciones bien estudiadas y desprovistas de decorados, fue colocada entre los inmuebles tradicionales tratando de evitar ruidos innecesarios.

Fuerte de la Concepción con el edificio Gómez, de 1929, al fondo. Fuente: Archivo General de la Nación

El objetivo de que estos edificios pasaran inadvertidos era imposible de cumplirse ya que la imagen que introdujeron en el centro histórico fue de una fuerza espectacular. Llegaron para imponerse, poco a poco, hasta promover el abandono de aquella arquitectura historicista que cuarenta años después, en los ochenta, volvimos brevemente a valorar.

Parece que la arquitectura moderna llegó a Santo Domingo primero que a los demás territorios del Caribe. Nuestras investigaciones apuntan a eso y nos enfrentamos a la necesidad de ahondar en las razones que permitieron que un lenguaje arquitectónico con tanta carga vanguardista se asentara en nuestro centro histórico bien temprano en el siglo XX. Nuestros arquitectos supieron interpretar el momento: cumplieron con los requerimientos de sus clientes con propuestas intermedias entre lo tradicional y lo moderno, pero una vez se les presentó la oportunidad de proyectar una arquitectura de avanzada, lo hicieron con una destreza admirable. Diseñadores como Mario Lluberes y Alfredo González, destacados por sus obras de gusto hispánico, fueron pioneros con obras modernas de un valor estético incalculable, muchas ya desaparecidas. Así los hermanos Pou Ricart, Guido D’Alessandro y José Antonio Caro Álvarez jugaron primero con el art déco hasta dar el salto definitivo hacia la arquitectura moderna.

Edificio de estudiantes de la Escuela Bauhaus, Dessau, Alemania, diseñado por Walter Gropius en 1925. Fotografía tomada por José Enrique Delmonte

Habría que esperar la construcción, en 1939, de una obra de gran escala en el centro histórico como el edificio Copello, en la calle El Conde esquina Sánchez (diseñado un año antes por Guillermo González) para que el moderno se impusiera con la fortaleza que le caracteriza, hasta tal punto que, cuando el Estado encargó al mismo arquitecto González el diseño del hotel Nacional -inaugurado como Jaragua en 1942- apostó sin titubeos a un edificio dentro del lenguaje moderno.

Entre 1932 y 1939 se produjeron obras domésticas de notable calidad estética, la mayoría hoy desconocidas, transformadas o demolidas, que forman parte del inventario indeterminado de arquitectura moderna en la histórica ciudad de Santo Domingo. Hacia ellas va nuestro interés para las próximas entregas de Jueves de arquitectura.

Vista parcial del antiguo hotel Jaragua, de 1942, diseño de Guillermo González Sánchez. Fuente: Archivo General de la Nación
El edificio Copello en la calle El Conde, de 1939, diseño de Guillermo González Sánchez. Fuente: Archivo General de la Nación