La persona solo llega a conocerse a partir del análisis y la reflexión que hace de sí misma, de su vida como una unidad inteligible frente a sí y a los otros. En la medida en que no somos un producto dado de una vez por todas, sino un hacerse continuo en el habitar el mundo con los otros, este conocerse a sí mismo es mediado por las cosas y personas que pueblan mi mundo. Aquí mundo no es el conjunto de cosas naturales dadas, sino precisamente aquello construido culturalmente por la vida en sociedad.

La figura que construimos de nosotros mismos es mediada por la cultura y por el lenguaje. Esta figura es configuración reflexiva a partir de una narrativa de nuestras vidas. La narración que hacemos y sobre la cual nos miramos de modo indirecto, es la vía fragmentaria para la identidad personal o colectiva. En este sentido, toda identidad es una identidad narrativa.

Mirar la propia vida en el marco de un relato de sí es configurar(se) la vida como una unidad puesto que la autocomprensión es igual a la interpretación de sí. Cuando coloco en una trama las diversas cosas que han ido pasando en mi vida le estoy atribuyendo a las acciones narradas una significación a partir de las cuales me descubro como un sujeto que ha sido capaz de actuar, decir y padecer. Esto último es lo que provoca la atestación de sí en cuanto que es una certeza de que se está conminado al ser verdadero al igual que los otros. Pero la atestación de sí no es solo una mirada hacia el pasado, sino que la dimensión del proyecto está integrada en la configuración de esta figura de sí como sujeto capaz.

Reflexionar narrativamente sobre la propia vida es pode dar cuenta de mis actuaciones y elecciones morales, de mi convicción ética para la buena vida, de mis deseos, de mis sufrimientos. Bien nos decía Sócrates: “una vida no reflexionada es una vida no vivida”. De antemano no puedo saber lo que soy, sino que el conocimiento de sí es dado a posteriori como fruto de la reflexión a partir del análisis de mis acciones y elecciones. La metáfora de la voz de la conciencia cobra su sentido fuerte en este jugar reflexivo del “yo” consigo mismo. Ella es la alerta que me conmina a mantenerme por las sendas del ser verdadero. Ella me recuerda constantemente la obligación subjetiva de mantenerme fiel a la palabra dada. Saberse uno mismo como agente capaz de actuar, decir y padecer es tener la certeza de que se está en el camino cierto de una vida que puede ser tenida como una vida ejemplar, digna de ser nombrada como plena en términos humanos.

Los derroteros que ha tomado la sociedad actual dominicana demanda aún más de reflexiones encaminadas a la conquista del objetivo de una vida buena. No se trata de romanticismos ni de elucubraciones filosóficas (en el mal sentido de la palabra), sino de llamarse a la vida social e institucional en un país con tantas desigualdades, a pesar del crecimiento económico que ha mostrado en los últimos 70 años.

Me guarda la firme convicción de que hay una estrecha conexión entre la figura de sí de los individuos y la figura de sí del conglomerado social. Individuos débiles en términos identitarios son más propensos al entreguismo y al aniquilamiento de los valores que permiten la existencia de las sociedades. Observe cómo detrás de una fortuna personal, a través de la corrupción generalizada en contratos leoninos, se entrega a manos extranjeras el futuro de varias generaciones de dominicanos.   

La identidad personal se construye en este tenso diálogo con la identidad colectiva, así que cuando una autoridad de turno entrega al mejor postor, a cambio de una migaja del pastel, los fondos públicos muestran que su concepto de patria-nación es un concepto vacío. Peor: muestran su particular carencia de una vida verdadera puesto que la atestación de sí está fuera del objetivo ética de una vida buena con los otros en instituciones justas.

Una vida de riquezas, al margen de la ética, a costa de la pobreza de muchos no es humana.