-Gumersindo no vendrá a buscarlos- tronó una voz de hombre a sus espaldas.

-¿Qué será los que quiere el negro?- se preguntó Aída Lucia Durán espantada, tan pronto salió del aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York la noche de Navidad.

“Ten mucho cuidado con los negros americanos”, le había dicho su madre al despedirse de ella en el Aeropuerto Internacional de las Américas, antes de tomar el vuelo de American Airlines hacia la Gran Manzana. “Son muy peligrosos y de armas tomar; no te fíes de ninguno”.

Encadenados en cada mano llevaba a sus dos hijos, Patricio y Adriana, de apenas seis y nueve añitos. Los tres flotaban en la marejada de pasajeros que iban y venían en medio de aquel espectáculo de policías arrastrando perros gigantes y el personal de seguridad que inundaba el área como lobos rapaces portando armas largas en busca de jihadistas fanáticos. ¡Qué manera de aterrar a la gente!

Antes de salir de Inmigración la confundieron con otra Aída Lucía Durán de origen colombiano y a quien tenían en una larga lista de otras Aídas Lucías relacionadas con el narcotráfico. Tuvieron que llamar a una boricua disfrazada con el uniforme negro de la Homeland security para que le sirviera de traductora. Esta la metió en un cuartico y le hizo veinte mil preguntas antes de dejarla salir junto a sus dos retoños, después de meterle los dedos por todas partes. Aída Lucía Durán se sintió humillada y pensó que se iba a desmayar del espanto y que había aterrizado en otra galaxia.

“¿Será verdad que todas estas masacres jihadistas  a que nos tienen acostumbrados y aterrados son realmente cometidas por árabes fanáticos trastornados?”- así se peguntó Aída Lucía Durán en voz alta.

De repente recordó las últimas noticias que había escuchado dos horas antes de tomar el avión en Santo Domingo: “La Unión Europea ha decidido registrar minuciosamente a todos los pasajeros”. “De ahora en adelante la PNR (Passangers Name Registration-Registro del nombre de cada pasajero, su domicilio, número de teléfono y procedencia, serán incluidos en una fuente maestra de datos para compartirlos internacionalmente). Una especie de “Matrix” donde

el derecho a la privacidad personal no exista en el globo terráqueo.

-Gumersindo no vendrá a buscarlos-sonó de nuevo la voz a sus espaldas.

Cuando se volvió se encontró cara a cara con el negro más lanquirucho que sus ojos hayan visto y Aída Lucía Durán se puso a temblar como una hoja al viento

-Pero si él me dijo que iba a venir a encontrarnos- exhaló como una sonámbula.

-Sí, pero ha sufrido un accidente en la autopista y lo tienen en el hospital Morrisania. Ahora solo me tienes a mí-le sonrió el negro con unos dientes tan resplandecientes que parecían piezas de marfil de jugar dominó.

El terror de ser raptada con sus dos hijos a las tres de la tarde el mismo día de Navidad se apoderó de sus entrañas. Se agarró a sus dos hijos como a dos anclas de salvación y trató de encontrar alguna cara conocida entre aquel mar de energúmenos ambulantes donde los tres se encontraban bollando.

Miró para todos los lados y comenzó a tiritar como una hoja de otoño colgando de un arbolito de navidad en el Parque Central.

-Mírame a los ojos-le dijo el negro. Y ahí fue cuando Aída Lucía Durán se puso a tiritar de verdad. De repente sus dientes se convirtieron en dos castañuelas sevillanas-rrrrrr-haciéndole honor al frío navideño que se le había metido en sus caribeños huesos.

-No tengas miedo, he venido a buscarte para llevarte donde se encuentra Gumersindo. Se lo prometí.

-¿Y si este negro me está engañando?- se preguntó Aída Lucía Durán- ¡Ayúdame, Dios mío!-imploró en su mente.

-Para eso es que estoy aquí- le contestó el negro como si hubiera leído sus pensamientos, clavando sus pupilas en las de Aída Lucía Durán como si la hubiera conocido toda su vida.

De ahí en adelante los tres se convirtieron en tres conejillos de indias, siguiendo al negro sin protestar.

Después de rescatar sus dos maletas del andén de American Airlines, el negro le hizo señas al primer taxi de la larga fila de carros que esperaban al tropel de pasajeros. Sacando del bolsillo derecho tres billetes nuevecitos de cien dólares cada uno le dijo al primer taxista en puro inglés:

-Te voy a pagar el triple, llévalos hasta el hospital Morrisania del Bronx y súbelos al tercer piso, a la habitación 310.

Fue ahí cuando Aída Lucía Durán sintió ganas de salir juyendo como alma que lleva er diablo.

“¿Y si este negro es un narcotraficante y nos está raptando en plena luz del día?” Eso pensó la muchacha.

-No seas tan desconfiada-le dijo él mirándola fijamente.

Sin saber cómo ni por qué esas palabras le infundieron aliento y, asida a sus dos retoños, penetró en el asiento trasero del taxi, dando un profundo suspiro y sin pronunciar una sola palabra. De ahí en adelante toda comunicación fue a través de los pensamientos.

Cuando el chofer puso en marcha el motor del taxi, Aída Lucía Durán se volvió hacia su protector y le preguntó en voz alta:

-¿Y quién es usted? ¿Por qué hace esto por nosotros?

Y antes de que la muchacha pudiera darle las gracias, el negro contestó:

-Porque soy tu ángel de la guarda.