En octubre del 2011, el dirigente reformista Héctor Rodríguez Pimentel dijo que sería un crimen dejar “morir” al Partido Reformista, hecho del que se cumplían ya muchos años aunque nadie se hubiera ocupado allí de darle cristiana sepultura.

Un partido dividido en el gobierno y la oposición, podrá lograr para una de sus partes buenas recolecciones en tiempos de cosecha, pero nunca podrá escalar la cima. La vocación de poder que caracterizó a quién en  vida fue su líder y creador, se redujo después de su muerte, e incluso desde que la edad y el desgaste lo inhabilitaran para ser de nuevo candidato, a un esfuerzo de supervivencia que condenó al partido y a su militancia a navegar sin rumbo. Solo ha perseguido desde entonces alianzas de oportunidad, dejando a un lado el trabajo político intenso que la búsqueda del poder exige, rindiéndose, en otras palabras, ante su propia incapacidad para sobreponerse a la adversidad de los malos resultados electorales.

La situación del reformismo es una lástima, porque existe allí una militancia grande y fiel a sus postulados y una todavía joven parte de su dirigencia con capacidad para salvarlo si llegara a convencerse de que el 2020 está muy lejos de sus posibilidades, pero puede ser el trampolín para un gran salto, cuando se produzca el esperado e inevitable vacío de liderazgo por el descrédito de la clase política y los partidos tradicionales.

El problema dentro de esa organización es que el camino trazado por los estatutos no conduce a parte alguna, por el control que tienen los responsables de hacerlo morir, y  se hará necesario allí una verdadera conmoción, una rebelión de los desplazados, una fuerte inyección de sangre e ideas nuevas que purguen la organización y la transformen en un vehículo de cambios y de reformas, como demandan los tiempos que vivimos.  La  renovación de los partidos es la opción al radicalismo extremo, como  vemos ya en otros países.