Harold Priego

En el departamento de arte se armó un molote —el acostumbrado molote- en cuanto subió la directora de tráfico a entregar al director la orden de trabajo correspondiente para dar inicio a la parte gráfica de la campaña de Sanadol: punto final al dolor.El departamento de arte ocupaba la mitad de un tercer piso y tenía un amplio ventanal por donde entraba la luz a raudales y se desparramaba alegremente sobre los dibujantes y las mesas de dibujo, pero cuando llegaba la directora de tráfico la mayoría de los dibujantes cambiaban de lugar, se iban al lado opuesto, se situaban a contraluz.

La directora de tráfico parecía una modelo profesional, tenía un cuerpo de revista, un cuerpo de apaga y vete, y usaba unos vestidos estrechos de telas muy sutiles que estimulaban la creatividad, en especial cuando pasaba —a contra luz— frente a las mesas de dibujo. Entonces se volvía transparente, se transparentaba todo, sus ligeras vestimentas dejaban poca cosa a la imaginación y para los dibujantes era una fuente de inspiración inigualable. Casi siempre se escuchaba una especie de quejido de admiración del dibujante cubano. Un lento y largo coñooooó…

Después volvía la calma y los dibujantes se enfrascaban en su trabajo, pero ninguno se empeñaba tan a fondo como el director de arte, un peruano mestizo con acentuados rasgos indígenas. El director tenía —bajo el tablero inclinable con panel de vidrio de su mesa de dibujo—, una agencia publicitaria paralela. Allí escondía, en efecto, los artes de prensa de sus propios clientes. Era un secreto a voces, desde luego. Todos sabíamos que por su trabajo clandestino como director de picoteo recibía beneficios muy superiores a los de su cargo de director de arte.

Los demás dibujantes, igual que en casi todas las agencias publicitarias, se dedicaban por igual al picoteo, incluso le daban de vez en cuando una mano al director de arte.

El licenciado presidente estaba también al tanto, lo sabía o por lo menos lo sospechaba. Había reclutado a los mensajeros internos y a la recepcionista para crear una red de espionaje que le informara de cualquier anomalía, pero los miembros de la red optaron por hacer causa común con sus compañeros de trabajo.

Las visitas relámpago del licenciado presidente, que tenían por objeto sorprender alguna vez infraganti a los dibujantes, eran previamente anunciadas con un cierto timbre de teléfono desde el segundo piso —donde estaba la dirección y los demás departamentos de la agencia—, y además siempre había alguien pendiente.

Ahora, sin embargo, no había tiempo para distracciones ni picoteos. La directora de tráfico se había retirado. Pronto se haría de noche y teníamos que darle forma a la campaña de Sanadol: punto final al dolor. La campaña de la escoba, como la habíamos bautizado.

Llamamos a Harold Priego al departamento de creatividad para discutir los términos del storyboard, como le llamábamos en jerga publicitaria. El storyboard es una especie de guión ilustrado con imágenes, una anticipación o previsualización del comercial para televisión, y teníamos que asegurarnos de que Harold no hiciera una de las suyas, una de sus frecuentes bromas gráficas.

Harold entró a la oficina con su habitual desparpajo y se sentó junto a la escoba que había enviado el licenciado Biglietti, con una libreta de dibujo en las manos. Tenía una sonrisa ufana entre la comisura de los labios y nos miraba con cierto aire de divertimiento.

Los encuentros y conversaciones con Harold siempre tenían algo particular. En esos días se había inventado un título de nobleza y se firmaba y se hacía llamar Harold Priego García-Godoy II, soñaba con alcanzar el estrellato como cantante de ópera y cantaba todo el tiempo, cantaba óperas en italiano, siempre a voz en cuello, desentonando, soltando gallos, maltratando sin piedad la lengua de Dante. Cuando no estaba cantando declamaba, que era peor, hacía chistes, se burlaba, se carcajeaba. En realidad no se callaba nunca, salvo cuando dormía la siesta plácidamente en el sillón reclinable de su mesa de dibujo, descansando la cabeza sobre un rollo de papel higiénico que colocaba entre el hombro y la nuca.

Harold Priego era un excelente dibujante publicitario y hacía dibujos y caricaturas con una facilidad pasmosa, pero teníamos que asegurarnos de que no representara los personajes del storyboard con la apariencia de algún encopetado cliente o infiltrara algún detalle morboso.

Una vez, durante una reunión en el salón de conferencia con uno de los dueños de la agencia, Harold le hizo una caricatura en la que aparecía como un refinado vampiro con aires de don Juan y de oligarca, después se paró para ir al baño y la dejó como quien dice al descuido, un poco a la vista de todos. Cuando el licenciado presidente se dio cuenta estuvo a punto de sufrir un síncope y al licenciado Biglietti se le aflojaron las tripas y estuvo a punto de que le pasara algo peor. En cambio al oligarca le hizo gracia, reconoció el talento y se reconoció a sí mismo en la mordaz caricatura y se echó a reír, felicitó a Harold, hizo que se la firmara y se la llevó a su casa para ponerla en un marco.

Los licenciados, sin embargo, lo amonestaron después severamente en público y en privado, tuvieron una larga reunión a puerta cerrada, lo amenazaron con la pena de la cancelación, con la expulsión de aquella especie de paraíso y con el infierno.

Trataron, en fin, por todos los medios de asegurarse de que una barbaridad semejante no volvería a repetirse. Pero Harold era incorregible. Ese mismo día empezó a circular por la agencia una caricatura de ambos personajes en el papel de Batman y Robín.
Un ejecutivo lo denunció, le llamó la atención por semejante atrevimiento. Los licenciados, en cambio, hicieron esta vez caso omiso, prefirieron no darse por aludidos. A los pocos días apareció una serie memorable de caricaturas en las que el ejecutivo figuraba en posición cuadrúpeda mientras un elefante blanco le hacía travesuras mariconiles en el trasero con la trompa.

Ahora, por supuesto, no era el momento para bromas ni caricaturas. La campaña de la escoba estaba atrasada y no había un minuto que perder.

Incidentalmente, cuando apenas habíamos dado inicio a la reunión con Harold, se produjo un alarmante acontecimiento que nos sacó de casillas. Se empezaron a oír golpes en la puerta del cuarto oscuro, golpes y voces desesperadas del cubano y del fotógrafo en la puerta del cuarto oscuro, que se encontraba al fondo, aislado prácticamente del departamento de arte. El cuarto oscuro era un lugar hermético y refrigerado donde se revelaban y ampliaban fotografías, había químicos que debían conservarse a bajas temperaturas y podía convertirse en una cámara de gas en caso de accidente. Eso fue lo que temimos cuando escuchábamos los golpes y los gritos, y sobre todo cuando acudimos en tropel al lugar. Algo estaba ocurriendo en el pavoroso cuarto oscuro, parecía que alguien se estaba asfixiando, la puerta estaba trabada o por lo menos cerrada por fuera y se oían gritos agónicos. Pero la situación no era tan desesperada como pensábamos, aunque pudo haber tenido consecuencias imprevisibles. Cuando abrimos la puerta comprobamos que no se había roto ningún frasco, todos los químicos estaban en sus contenedores, pero en aquel cuarto oscuro cerrado y refrigerado la atmósfera era irrespirable. Algún gracioso había cometido una flatulencia, se había tirado como quien dice un pleonasmo de antología, le había puesto el pestillo a la puerta al salir y el dibujante cubano y el fotógrafo estaban al borde del desmayo. El cubano tenía un extraño color verde y apenas podía respirar. El fotógrafo estaba morado y emitía delirios lapidarios, recitaba palabrotas a granel.