Una de las implicaciones del reconocimiento de la cláusula del Estado social y democrático de Derecho es la socialización del ordenamiento constitucional. Es decir, la implementación de un marco jurídico orientado a la protección de un mínimo de procura existencial que garantice una vida digna y el desarrollo de las personas en un ámbito de justicia social. Este proceso de socialización no sólo modifica la actuación del Estado en el ámbito social, obligándole a asumir un rol más activo para garantizar el acceso de forma igualitaria, equitativa y progresiva a los servicios mínimos indispensables, sino que además genera la transformación del sistema económico por un modelo de economía social de mercado, caracterizado por la intervención reguladora del Estado en el equilibro de los mercados.    

En efecto, el contenido originario de socialización produce, por un lado, la positivización de un conjunto de derechos sociales como auténticos derechos fundamentales, los cuales imponen obligaciones positivas al Estado para garantizar condiciones de vida dignas  y, por otro lado, el reconocimiento de una “economía dirigida o controlada de mercado” (García Pelayo), en la cual el Estado se instituye como el indicar del proceso social y su participación se concretiza en la regulación de las actividades de los agentes económicos, con el objetivo de asegurar que éstos puedan participar en un mercado de libre competencia económica, con igualdad de oportunidades, responsabilidad social, participación y solidaridad.

La reforma social es todavía un tema pendiente en la mayoría de los países latinoamericanos, incluyendo a la República Dominicana. Y es que, como bien señala José Ignacio Hernández, “a pesar de contar con una sólida tradición constitucional basada en derechos prestacionales como derechos de igualdad, Latinoamérica sigue siendo considerada la región más desigual del mundo”, lo que “permite apreciar una brecha importante entre el ámbito de iure (amplio reconocimiento de derechos prestacionales tutelables judicialmente) y el ámbito de facto (desigualdad, como resultado del incumplimiento de los mandatos asociados a estos derechos)”.

Esta brecha se agudiza como consecuencia del período pandémico, pues estamos viviendo una situación que no sólo genera una crisis de salud pública, sino que además afecta a todos los sectores económicos. En palabras de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), “la crisis económica derivada de la pandemia ha llevado a la suspensión total o parcial de las actividades productivas”, lo que profundiza “los problemas estructurales de los países de la región” y, además, genera “un cambio estructural regresivo que conduciría a la reprimarización de sus economías” (CEPAL, 2 de julio de 2020).

Los efectos de la pandemia incrementan las cargas de la Administración Pública, pues es a los órganos y entes administrativos que les corresponde garantizar el acceso de las personas a un mínimo de bienestar social que sea indispensable para asegurar su libertad. En otras palabras, en un Estado social y democrático de Derecho la “cuestión social” se convierte en una “cuestión de libertad” (Calamandrei), de modo que la Administración debe garantizar el acceso a los servicios mínimos indispensables para que las personas puedan desarrollarse libremente y, en consecuencia, puedan ejercer sus derechos de carácter liberal y democrático.

Ahora bien, ¿cómo garantizar el acceso a estos servicios luego de un período pandémico? ¿cómo se puede reducir la brecha existente entre el ámbito de iure y el ámbito de facto en los países latinoamericanos? La pandemia nos ha dejado dos grandes lecciones: por un lado, la necesidad de fomentar la iniciativa privada en la construcción de obras y la gestión de servicios públicos; y, por otro lado, la importancia de la intervención reguladora del Estado para evitar la marginación como consecuencia del libre juego social. De ahí que para reactivar la economía y asegurar el acceso de las personas a los servicios mínimos indispensables después de la pandemia, la Administración debe incentivar la participación de las entidades privadas en la provisión, gestión y operación de estos servicios y en la construcción de las infraestructuras necesarias para fortalecer los sistemas públicos de salud, educación y seguridad social.

La cooperación entre las entidades privadas y gubernamentales permite que la Administración se concentre en sus funciones regulatorias, llevando a cabo una efectiva labor de asistencia social sólo en aquellos casos en que sea estrictamente necesario para asegurar el acceso de las personas a bienes y servicios básicos. En otras palabras, el objetivo de la Administración debe ser evitar que se produzca la marginación de personas a través de la prestación efectiva de los servicios mínimos indispensables, lo que requiere de la conjugación de una estructura económica mixta. Ahora bien, para lograr esta estructura, la Administración debe, por un lado, adoptar medidas fiscales para mitigar los efectos económicos de la pandemia en el sector privado y, por otro lado, aumentar la confianza de las personas en la actividad administrativa a través de la observancia de los principios y derechos que componen una buena administración.