La adicción al poder, como todas las adicciones, es perniciosa de origen. Alguien podría decir que todo depende de para qué se quiere el poder, para qué se usa y en beneficio de quién. Bajo esta perspectiva, la tenencia del mando no es mala en sí, sino sus fines y sus aplicaciones. Como el cuchillo de cocina, que bien puede usarse para cortar y despedazar alimentos o bien para matar.
El problema de este enfoque es que ignora que la perversión de los medios que se usan para retenerlo corrompe los fines más positivos, y bajo la lógica de conservarlo se pierden todos los frenos morales y éticos hasta el punto de que resulta indistinguible la frontera del bien y del mal, y ya preso de esta obsesión todo se permite y todo se vale, como en la guerra.
Al fin y al cabo el poder es una guerra que hay que librar tanto para acceder a él como para permanecer en él. Una guerra de clases o de subsectores de clases, de los más poderosos contra los más débiles, de los más ricos contra los más pobres.Una confrontación continua donde el más fuerte y el más astuto prevalecen sobre las bases del uso de los instrumentos privilegiados que aquel permite, como el usufructo de los recursos y de las instituciones coercitivas más emblemáticas del poder blando y del poder duro.
La adicción al poder quien más la sufre y quien más la paga son los súbditos. Ahí tenemos como ejemplos valederos de nuestra historia reciente al sátrapa Leónidas Trujillo, a Joaquín Balaguer y a Leonel Fernández, este ultimo mejor aprendiz del segundo que de quien fuera su líder y maestro político, el profesor Juan Bosch
El problema de la adicción al poder son las consecuencias negativas que acarrean los medios que se utilizan para perpetuarse en él o prolongar lo más posible su disfrute. Los dominicanos sabemos, quizá más que nadie, lo que eso significa, pues estamos sufriendo en nuestra propia carne el sello candente de una crisis provocada por el uso avasallante de los recursos del poder para aplastar a la oposición, aun al precio de provocar la hemorragia económica de los actuales déficits fiscales y financieros que comprometen el bienestar presente y futuro de toda la nación, pues fuerzan a endeudarnos más de lo que estamos y a ponernos impuestos indiscriminados que penalizan la inversión, la producción y el consumo.
La adicción al poder quien más la sufre y quien más la paga son los súbditos. Ahí tenemos como ejemplos valederos de nuestra historia reciente al sátrapa Leónidas Trujillo, a Joaquín Balaguer y a Leonel Fernández, este ultimo mejor aprendiz del segundo que de quien fuera su líder y maestro político, el profesor Juan Bosch.
En la tentación de repetir en el control de la máxima representación del poder, tiene a Leonel que no ve. Que no ve el rechazo y la repulsión política que provoca su figura, que no ve que ya solo es un mal recuerdo de nuestra historia. Que no ve el hastío popular y el desgaste de su liderazgo dentro y fuera de su partido, donde es cuestionado incluso por quienes más se favorecieron a su sombra. Que no ve que su ambición de poder lo ciega y le impide darse cuente que tiene pocas oportunidades de volver, de volver a lastimar a un pueblo que se asqueó de la corrupción rampante que predominó en su gobierno.
De todo esto se desprende que el poder es adictivo, mucho más que las drogas y el dinero, quizá por el endiosamiento personal que provoca y la pleitesía que levanta. Por eso nadie o pocos se conforman con probar solo una vez las mieles de los privilegios que da el poder.
La adicción al poder parece que se le “montó” a Leonel como un demonio que hay que exorcizar en las urnas, pues sus intenciones de regresar ya se sienten y penden como una espada de Damocles, lista para atravesar el corazón de la esperanza popular y partir en pedazos la relativa paz social, porque nuestro expresidente no quiere quedarse en esa condición.