Thomas Hobbes es un filósofo inglés del siglo XVII cuya obra más importante, El Leviatán (1651), retrata y justifica de forma clara la ideología del poder absoluto como condición para la paz y la preservación de la vida en los individuos que conforman los grupos humanos. Nacido en 1588 y muerto en 1679, pasó de un pensamiento escolástico-aristotélico a una reivindicación de la cultura clásica grecolatina en su afán de instaurar un orden más racional de la vida pública y política.

Su amistad con Francis Bacon y Galileo le animó en la búsqueda de la verdad, por un lado, al cuestionamiento del silogismo aristotélico por la constatación empírica de los enunciados tenidos como válidos y, por el otro, a una visión mecanicista del mundo fundamentada en la teoría de la ley natural. Esta última sostiene que con la sola razón determinamos las acciones que corresponden al buen hombre; ella contradice propiamente la ley divina que es revelada en la fe a través de la Creación y de la Biblia.

Aunque este año no se celebra nada importante en torno a Hobbes, sus ideas políticas me parecen importantes para la democracia dominicana en tanto que es alerta de posibles peligros, dado el derrotero en que nos encaminamos en todos los órdenes de la vida pública nacional: la absolutización del poder en nombre de la idea de la paz y el progreso.

Hobbes fue un acérrimo defensor de la monarquía absoluta, esto es, de la concentración del poder en manos de una sola persona de modo ilimitado; obtenido de modo hereditario y de forma vitalicia, el poder del monarca no se sujeta a ninguna ley, está por encima de la misma de modo tal que en su actuación no tiene que dar cuenta a nadie; a no ser a su propia voluntad soberana.

Uno de los argumentos más fuertes de Hobbes se ancló en el viejo tema de la naturaleza humana y las pasiones. Para el filósofo inglés, los hombres éramos egoístas, manejados por los más viles instintos de guerra y caos que, para sostenernos mutuamente con vida, habíamos pactado elegir un “otro” que disfrutara del poder de limitar nuestra libertad para el bien de todos. Ese “otro” es el Estado, a quien personificó con la legendaria figura del monstruo marino bíblico.

El Estado, cual leviatán, es una construcción pactada por los que vivimos en sociedad y cuya función es realizar un uso explícito y visible del poder con miras a mantener la concordia frente al estado de guerra que se desprendería de seguir cada uno, a ciegas, nuestras pasiones. Es verdad, declara Hobbes, poseemos una ley natural que nos declara el cómo comportarnos de cara al otro; pero ella es insuficiente, pues, los hechos históricos han mostrado que los hombres sólo siguen las leyes del honor, de la conquista a través de las guerras para ensanchar el propio poder frente a otros hombres tenidos como posibles enemigos de la integridad individual. El “hombre es lobo del hombre” es la verdad inferida de los hechos.

Si racionalmente hemos aceptado depositar en manos del Estado la restricción de nuestra libertad natural con miras a un orden y una paz bajo la amenaza del castigo, el uso de este poder no debe descansar en las manos de muchos ni en las manos de unos pocos, sino en una sola mano: la del monarca. Sólo las manos férreas de un único criterio pueden dirigir con éxito al Estado hacia la paz y el orden, a juicio de Hobbes.

A partir de estas ideas, se justifica claramente un sistema de gobierno antidemocrático como es la monarquía absoluta. Pero el absolutismo es una tendencia que surge de la misma convicción y que penetra también a los estados democráticos; no tan solo en los populismos de izquierda, también en el conservadurismo de derecha. Tal vez con otro ropaje, otros vuelos, otra dinámica y otro espíritu, el absolutismo de Hobbes se hace cada vez más claro en la administración pública y en las instituciones privadas. Se instaura como prácticas antidemocráticas dentro del sistema democrático en quienes ejercen funciones de poder en la esfera pública o privada.

El problema del monstruo es que lo devora todo.