En algunos círculos se habla todavía de que en un futuro reglamento para regularizar las campañas electorales se prohíba la promoción de la abstención electoral. Esta vieja aspiración me parece monstruosa y anti-democrática. El derecho que los dominicanos se han ganado de escoger libremente a sus gobernantes, implica el derecho de cada ciudadano de votar por la opción electoral que entienda más beneficiosa para el país o más afín con sus intereses, sean ideológicos, políticos, religiosos o económicos. Por lógica elemental ese derecho garantiza la facultad ciudadana de abstenerse cuando entienda que ningún candidato o partido llena sus expectativas.
Como la abstención no constituye delito, promoverla no puede ser objeto de sanción, con el perdón de quienes apoyan o respaldarían esa iniciativa, que ya hace años se alentó desde la Junta Central Electoral. Recuerdo que en una carta al organismo, el periodista Rafael Molina Morillo, en su triple condición entonces de director de El Día, presidente del Centro para la Libertad de Expresión y ciudadano, decía que la intención caía en el plano de la ilegalidad. “¿Y si ninguno de los candidatos satisface a un ciudadano, está este obligado a votar por alguien a quien no quiere o que no le simpatiza? ¿No tiene derecho, ese ciudadano, a expresar su rechazo o proponerle a quien él quiera que le acompañe en su decisión de no votar, sin que esto pueda catalogarse como una violación a la ley, y ni siquiera como una simple falta?”
La nación ha madurado lo suficiente como para entender que la abstención, bajo determinadas circunstancias, es un voto de conciencia y una manera de rescatar el valor que ese acto cívico posee. Como el sistema no contabiliza el voto en blanco y no hay posibilidad de voto de rechazo, la abstención puede ser la forma de escapar a la trampa que cada campaña electoral nos tiende. Somos ciudadanos no borregos.