En su acostumbrada columna quincenal del periódico El país, Mario Vargas Llosa ha dedicado su entrega del último domingo a uno de los filósofos más influyentes del siglo XX: Karl Raymond Popper (1902-1994).

Popper se hizo célebre por una concepción de la ciencia que postula el hecho de que las teorías científicas nunca quedan confirmadas de modo definitivo. Desde un punto de vista lógico, por más evidencia observacional a favor de una hipótesis, no puede demostrarse de manera concluyente la verdad de la misma, siempre existe la posibilidad de que en el futuro quede refutada. Lo que sí es válido desde el punto de vista lógico es establecer la falsedad de una hipótesis a partir de una sola situación observacional que la refute.

Por ello, Popper propone que entendamos la ciencia como un conjunto de conjeturas sometibles a un proceso de refutación o de falsación. Desde su perspectiva, lo que caracteriza a la actividad científica es que en ella los científicos intentan refutar sus hipótesis, no verificarlas. La verificación se basa en una falacia lógica: la afirmación del consecuente. Y, puesto que nuestro conocimiento del mundo es falible, siempre sujeto al error, en vez de pretender formular hipótesis con el propósito de establecer verdades definitivas, lo que debemos hacer es pensar las situaciones mediante las cuales podemos establecer la falsedad de nuestros intentos de explicación. Esto es lo que distingue a la hipótesis científica de la "predicción del astrólogo", quien nunca puede establecer las condiciones que harían su explicación falsa y por el contrario, siempre puede encontrar una excusa de por qué su predicción no se cumplió.

Popper aplica su teoría de la ciencia a la política. Su obra más importante en esta esfera es La sociedad abierta y sus enemigos. Popper entiende una sociedad abierta como aquella donde se realizan transferencias pacíficas del poder y donde éste no se percibe en términos mágicos ni religiosos. En una sociedad con estas características, la ciudadanía se autopercibe como responsable del espacio público, como la única capaz de "dotar de sentido a la naturaleza y a la historia"  y por tanto, con la capacidad de decidir sobre el destino de sus gobernantes.

Aplicando el principio de falsación a la actividad política, Popper invierte el problema platónico de quienes deben gobernar por el de si existen formas de gobierno rechazables y que puedan impedir el reemplazo de un gobierno incompetente. Nos preocupamos por quienes son los más aptos para gobernar, pero en el trasfondo de la interrogante existe el supuesto de que podemos hallar gobernantes ideales. Esto es una quimera, la falibilidad es el signo distintivo de nuestra condición, por lo que partiendo del supuesto aceptado de que nuestros gobernantes fallarán, debemos pensar en las los procedimientos mediante los cuales podemos corregir los errores y en las condiciones para destituir a los gobernantes ineficientes.

Para ello debe fomentarse la actitud crítica, sinónimo para Popper del pensamiento racional. Sin ella, asumimos de modo pasivo un determinismo histórico (la creencia de que la historia sigue unas leyes mecánicas que se cumplirán de manera indefectible), el fatalismo (los acontecimientos ocurrirán de modo inevitable, por lo que no debemos intentar actuar para incidir en su curso), o la superstición (el mundo  se encuentra "encantado", determinado por fuerzas ocultas que actúan de un modo caprichoso y deciden nuestro destino.

Fomentar la actitud crítica es por tanto, apostar por una sociedad donde la ciudadanía se comprenda a sí misma como un sujeto cuestionador y de derecho en vez de un conglomerado de súbditos beneficiario de las dádivas y caprichos del gobernante de turno.

Significa propiciar la construcción de una sociedad  abierta como un proyecto de responsabilidad compartida. Es el cumplimiento de la sentencia parafraseada de Tucídides, puesta en los labios de Pericles: "Unos pocos están capacitados para gobernar, pero todos estamos llamados a juzgar una política".