Somos muchos los dominicanos que todavía recordamos aquella patética alocución de Joaquín Balaguer dirigida a todo el país en su condición de presidente en la noche del 28 de mayo de 1968, arrogándose la potestad de los tribunales anunciaba que el ciudadano Ignacio Marte Polanco, no saldría de la cárcel amparado bajo ningún subterfugio legal. Este elegante heredero de Trujillo no tenía el menor empacho en dejar claro que él ejercía el poder ejecutivo y el  judicial (obviamente también el legislativo). ¿Impuso Balaguer ese estilo de mando? No,  el creador fue su superior jerárquico el “Jefe” Trujillo. Balaguer como su más distinguido discípulo estimaba que para mantenerse en el poder tenía que seguir a pies juntillas los métodos del “Padre de la patria nueva”. Ese imputado había cometido un “delito” que merecía su condena a cadena perpetua, se había establecido que era un enviado de Caamaño desde Cuba, esa era su “fechoría”. Lo deplorable es que ese manejo trujillista no solo de la justicia sino del Estado, no ha sucumbido de manera total, sus cenizas parecen que son radiactivas y algunos residuos se resisten a convertirse en inertes.

Lo pertinente era que la manipulación grosera de la justicia sucumbiera con Trujillo, pero lamentablemente fue refrendada durante el balaguerato, hasta el extremo que los tribunales de justicia en no pocos casos los jueces y fiscales eran oficiales de la policía o las fuerzas armadas, varios se hicieron famosos.

En mi condición de dirigente del grupo estudiantil Fragua, como parte del apoyo de masa a los presos políticos asistí a numerosos juicios o farsas judiciales, y quiero compartir algunas anécdotas. Siempre recuerdo a Irizarry Ozuna, coronel de la aviación, camuflado de juez con el rostro adusto, a quien siempre le referían  los presos políticos y este muchas veces no se interesaba en diferenciar los nombres de cada uno de los imputados, porque al final los condenaba casi siempre a 20 años de prisión. En una oportunidad le correspondía juzgar  a Rafael Pérez Modesto, historiador y exguerrillero junto a Manolo Tavárez, Esteban Díaz Jáquez y el abogado Luis Felipe Rosa, entonces dirigentes de la Línea Roja del 14 de Junio. Su abogado era la estrella jurídica en la lucha contra la tergiversación de esa disciplina, el  maestro Héctor Cabral Ortega, este con su notable acuciosidad ya en el tribunal del Palacio de Justicia del Centro de los Héroes, previo al inicio de la audiencia solicitó permiso para verificar las armas de fuego que se atribuía habían sido incautadas a los inculpados, estas serían presentadas en los debates como cuerpo del delito. Veíamos muy entretenido a Cabral verificando la numeración de las armas, pero no sospechábamos que algo anómalo ocurría. Al iniciar el juicio Cabral Ortega denunció que la numeración de esas armas no se correspondía con las que describía el expediente acusatorio, evidenciado que se trataba de un cuerpo del delito inventado por la fiscalía política. Se armó un reperpero en el tribunal cuando un capitán del servicio secreto entró de improviso corriendo hacia el estrado, tomó las armas y se las llevó con el mismo ritmo, desatando las quejas de los que estábamos allí. El juez Irizarry Ozuna, ni se inmutó, dijo que ese era un incidente menor, y amenazó con desalojar al público del salón.

Otro affaire ocurrió en San Cristóbal, fue trasladado a esa ciudad el juicio político del compañero Chino Bujosa, secretario general del grupo Fragua. El fiscal era el temible Fernando Pérez Aponte, un cuadro balaguerista sin disimulos, que infundía tanto pánico que hasta los empleados de la justicia le temían. Cuando un grupo de estudiantes con mucha aprensión penetramos al salón de audiencia, Pérez Aponte conversando en alta voz con un tenebroso coronel del servicio secreto nos atribuyó ser parte de un público pagado.  El debate de nuevo era con Cabral Ortega, mientras este realizaba una de sus brillantes intervenciones, en el pasillo detrás del asiento del señor fiscal casi una decena de empleados ensimismados y muy calladitos escuchaban la disertación magistral de Cabral Ortega, desarmando todos los argumentos politiqueros de la fiscalía. De modo imprevisto Fernando Pérez Aponte, volteó la cara hacia atrás y se originó un tremendo corredero entre los empleados del Palacio de Justicia, temerosos que este los sancionará por sentirse deleitados con la disertación del inolvidable abogado defensor. Se llegaba a infundir temor hasta a los empleados judiciales.

El 4 de abril de 1972 la UASD fue ametrallada y ocupada por tropas policiales, siendo asesinada la estudiante de economía Sagrario Diaz. Varios miles de estudiantes y profesores fuimos apresados y llevados al Palacio de la Policía, depurados por esbirros como Rolando  Martínez, Caonabo Reinoso y Francisco Báez Mariñez. El suscrito fue puesto en libertad tras dos semanas de presidio en la lóbrega celda de “Vietnam”. A la semana siguiente nos trasladamos al palacio de justicia de Ciudad Nueva a presenciar un habeas corpus impetrado por los compañeros que quedaron prisioneros. La gran sorpresa fue el juez designado para conocer el caso, el coronel de la policía Sergio Rodríguez Pimentel, quien en sus funciones de consultor jurídico de la policía nos había interrogado a todos para prefabricarnos expedientes en la semana anterior. Rápidamente Balaguer ordenó que lo nombraran juez y él debía conocer el habeas corpus. Ahí de nuevo entró en acción  Cabral Ortega y le solicitó que en nombre de algo que le decían justicia tenía que inhibirse, después de muchas discusiones no le quedó otra alternativa que retraerse y pasar el caso a otro juez de línea dura que ordenaba mantener a los compañeros en prisión.

Podíamos seguir enumerando casos porque son muchos, pero para muestra basta un botón. De modo cierto con el ascenso de don Antonio Guzmán  a la presidencia, quedó atrás utilizar la justicia para abusar de los opositores a los gobiernos de turno. Pero la  reciedumbre del manejo politiquero de la justicia ha permanecido latente en algunos estamentos de la clase gobernante. Se considera que el aparato judicial debe quedar bajo la jurisdicción del poder ejecutivo como en el pasado, para cubrirse no frente a persecuciones políticas, sino ante posibles acusaciones de manejo irregular en el ejercicio de funciones públicas, convertido en  mal endémico en nuestra sociedad.

El siempre inefable Joaquín Balaguer en su apogeo llegó a sentenciar con mucho ímpetu que la corrupción se detenía en la puerta de su despacho, pero él que tenía la potestad de condenar a no salir de la cárcel bajo ningún tecnicismo jurídico a los políticos opositores, jamás adoptó una actitud similar ante aquellos corruptos que admitía hasta merodeaban por la puerta de su despacho. Entonces tiene validez todo intentó de sepultar estas atrocidades jurídicas.  Por lo tanto, es justo identificarse con el interés de revestir de una verdadera autonomía a la justicia en todos sus ámbitos, no solo con el ministerio público, sino de toda la judicatura. Dejemos en el muladar de la historia al trujillato y el balaguerato con ese mal endémico manipulador de la justicia. Esperemos que esto no se quede en una quimera.