La justicia constitucional, definida por nuestra legislación en la materia, es la potestad del Tribunal Constitucional y del Poder Judicial de pronunciarse en materia constitucional en los asuntos de su competencia.
El Tribunal Constitucional, como bien ha sido afirmado, es una manifestación expresa del gran fracaso que han experimentado los Estados a la hora de garantizar el respeto a la Constitución y a los derechos de las personas. Al respecto, afirma Pérez Royo: “El Tribunal Constitucional no debería existir. En un Estado Constitucional “adecuado al concepto”, como hubiera dicho Hegel, no hay sitio para dicho órgano. Las funciones exigidas por la propia naturaleza del Estado como forma política, una vez que el poder constituyente ha manifestado su voluntad, son tres y nada más que tres: la legislativa, la ejecutiva y la judicial. En consecuencia, no debería haber más que tres poderes, confiado cada uno de ellos a un órgano constitucional distinto: el legislativo al Parlamento, el ejecutivo al Gobierno y el judicial los jueces y magistrados integrantes de dicho poder (Pérez Royo, Javier. Curso de Derecho Constitucional, duodécima edición. Marcial Pons Ediciones Jurídicas y Sociales. Madrid, 2010, p. 731).
El mismo autor refiere que el Tribunal Constitucional responde a una anomalía histórica presente y con proyección de futuro. Aunque se ha mencionado que existen antecedentes en obras del jurista alemán Georg Jellinek, no es sino hasta que la Constitución de Weimar adopta la idea más acabada de Tribunal Constitucional que expresa Kelsen en su obra. Es él quien expresa la idea de legislador negativo. Esta es la respuesta europea al judicial review norteamericano que había sido adoptado a partir de la sentencia dictada por el Juez John Marshall en el caso Marbury Vs. Madison en el año 1803.
Por su parte nuestro sistema, en sus inicios basado en el judicial review, ha realizado una fusión de ambos modelos, al consagrar en nuestra Constitución (CD) la creación de un Tribunal Constitucional para garantizar la supremacía de la Constitución, la defensa del orden constitucional y la protección de los derechos fundamentales (Artículo 184 CD) y manteniendo el control difuso de constitucionalidad en manos de los tribunales ordinarios.
Ahora bien, desde su génesis se ha planteado el debate acerca de si el Tribunal Constitucional es un órgano político o jurisdiccional, dado el alcance y contenido de sus decisiones. Debe siempre afirmarse que se trata de un órgano jurisdiccional, en primer lugar por su concepción constitucional, además porque actúa de acuerdo a procesos jurisdiccionales y sus decisiones, al igual que los demás tribunales, son adoptadas mediante sentencias. Sin embargo, esto no resulta óbice para que sus decisiones no tengan una gran relevancia política, particularmente cuando adopta medidas que afectan actuaciones de órganos políticos.
Hay que tener en cuenta, a este respecto, que una de las funciones del Tribunal Constitucional es la garantía última de los derechos constitucionales y la preservación de las condiciones del pluralismo, mediante la protección de los derechos de las minorías frente a las decisiones contrarias a la Constitución de las mayorías. Esa función no puede por menos que situar al Tribunal Constitucional en el centro de la tensión política cuando ésta se genera entre mayoría y minorías. […] La decisión del Tribunal Constitucional va a tener inevitables efectos políticos y va a ser objeto de importantes críticas, no todas ellas basadas en planteamientos jurídicos (Balaguer Callejón, Francisco et. al. Manual de Derecho Constitucional. Volumen I. Sexta edición. Editorial Tecnos. Madrid, 2011, p. 265).
Es aquí cuando se presenta la llamada “dificultad contramayoritaria”, en tanto el Tribunal Constitucional declara inconstitucional una norma del legislador o un acto legislativo porque, en palabras de Bickel, tuerce la voluntad del pueblo… puede hacerse, entonces, la acusación de que el control judicial es antidemocrático. Según Verly, esta dificultad se sustenta en que el nombramiento de los jueces en la mayoría de los ordenamientos está reservado a la discrecionalidad de los otros poderes; la duración en los cargos judiciales no parece avenirse con los ideales democráticos; como controlador de los actos de los restantes poderes a la luz de la Constitución, parece convertirse en un contrapeso excesivo y a la vez no controlable por los otros poderes que sí encarnan la voluntad popular; en consecuencia, la función de los jueces no garantizaría el proceso democrático que instaura la Constitución pues, no representando al pueblo y siendo, en principio, inamovibles en sus cargos, no podrían decidir en favor de los intereses de aquél.
Alexy justifica la legitimación de esa dificultad al afirmar que los jueces constitucionalistas, en tanto especialistas en el análisis de los derechos fundamentales sin distracción alguna con otras funciones, obligados a motivar y fundamentar con calidad sus decisiones, ajustándolas a un criterio de corrección que permite determinar claramente por qué se debe presumir que ellos aciertan más que los legisladores justificándose, así, la justicia constitucional.
Finalmente, podemos afirmar que si bien podría pensarse que la llamada objeción contramayoritaria al órgano extra-poder que constituye el Tribunal Constitucional carece de fundamento en el entendido de que los jueces constitucionales son guardianes del apego de las leyes a la Constitución, en el entendido de que ésta última es la más grande expresión y símbolo innegable de la democracia.