Es célebre la distinción que, inspirada en un fragmento del poeta griego Arquiloco (“muchas cosas sabe la zorra, pero el erizo sabe una sola y grande”), propuso Isaiah Berlin. Según Berlin, los pensadores –y, en sentido general, los seres humanos- se dividen en dos: por un lado, los erizos, que “lo relacionan todo con una única visión central, con un sistema más o menos congruente o integrado, en función del cual comprenden, piensan y sienten –un principio único universal y organizador que por sí solo da significado a cuanto son y dicen”-; y, por otro, los zorros, “quienes persiguen muchos fines distintos, a menudo inconexos y hasta contradictorios” y “llevan vidas, realizan acciones y sostienen ideas centrífugas más que centrípetas; su pensamiento está desperdigado, es difuso, ocupa muchos planos a la vez, aprehende el meollo de una vasta variedad de experiencias y objetos según sus particularidades, sin pretender integrarlos, consciente o inconscientemente, en una única visión interna, inmutable y localizadora.”
Erizos serían Platón, Lucrecio, Dante, Pascal, Hegel, Dostoievski, Nietzsche, Ibsen, Proust y Marx, mientras que Herodoto, Aristóteles, Shakespeare, Montaigne, Erasmo, Moliere, Goethe, Pushkin, Balzac y Joyce aparecerían como zorros. Como ya ha advertido Mario Vargas Llosa, “hay campos en los que, de manera natural, han prevalecido los erizos. La política, por ejemplo, donde las explicaciones totalizadoras, claras y coherentes de los problemas son siempre más populares y, al menos en apariencia, más eficaces a la hora de gobernar. En las artes y la literatura, en cambio, las zorras son más numerosas”. En las ciencias exactas –que no en las sociales-, prevalecen los zorros. Por eso, como afirma Carl Sagan, “en la ciencia suele ocurrir que un científico diga: ‘Es un buen argumento, yo estaba equivocado’. No recuerdo la última vez que algo así pasó en política o religión”.
En cuanto a los juristas, Manuel Atienza menciona el caso de Ronald Dworkin, quien se autocalifica como erizo en un libro intitulado “Justicia para erizos”, al resumir el Derecho en una unidad de valor ético y moral: el Derecho como justicia y sistema de reglas y principios. Para Atienza, Norberto Bobbio sería un zorro, “por su tendencia a examinar un mismo tema desde muy diversas perspectivas, lo que le llevó, inevitablemente, a sostener también, a lo largo de su vida, posturas no sólo diferentes, sino también (en ocasiones) opuestas sobre un mismo tema” y “por el rechazo que siempre manifestó hacia una concepción ‘sistemática’ de la filosofía”. Hans Kelsen es un magnifico ejemplar de erizo pues reduce el Derecho a una misma, única y gran idea: un conjunto de normas coactivas que debe ser estudiado al margen de consideraciones morales o sicológicas.
Las disciplinas jurídicas parecería que también pueden clasificarse en zorras y erizas. Para muestra, un botón: “el Derecho del Trabajo ha dejado de comportarse como erizo y ha empezado a actuar como zorro. Ha comenzado a comprender que su tarea no es encerrarse –como el erizo– en una dimensión del trabajo, sino que construir –como el zorro– en varios frentes al mismo tiempo, y que su tarea regulativa implica enfrentar desafíos en distintas perspectivas y dimensiones: desde los clásicos problemas de las condiciones salariales y de trabajo hasta el ingreso de los derechos fundamentales inespecíficos a la fábrica. El trabajador considerado por el Derecho del Trabajo simultáneamente desde sus múltiples dimensiones: como contratante débil, parte del contrato de trabajo, como actor político, en tanto parte de una organización sindical, y como ciudadano incluido en una sociedad democrática” (José Luis Ugarte Cataldo).
Si le preguntamos a los leguleyos, estos dirán que los abogados somos unos zorros, en el sentido vulgar de zorro como animal astuto, pues lamentablemente somos asociados con la mentira, la manipulación y el engaño. Algo así como la inmerecida e injustificada mala fama de los sofistas, provocada por los distorsionados juicios de Platón, desmontados y desenmascarados hace tiempo por Hegel, Grote, Nietzsche, Zeller, Guthrie, Jaeger y Kerferd, quienes demostraron que los sofistas, contrario a lo que sostiene el vomitivo cliché, fueron verdaderos humanistas, filósofos prácticos, fundadores de la educación como enseñanza del arte de vivir y gobernar y de la política como fruto de la deliberación y el convencimiento. Esta mala reputación, sin embargo, prevalece por obra y gracia de “legiones de idiotas”, “tontos del pueblo” (Umberto Eco) y “charlatanes incansables” (Tolstói), que repiten incesantemente, sin sentido de los textos y sus contextos, cual verdaderos papagayos, una vulgata de la opinión de Platón sobre los sofistas, que se ha revelado totalmente prejuiciada y carente de fundamento e importancia alguna.
El buen abogado es un zorro berliniano. Y es que “disfrazado o explícito, en todo erizo hay un fanático; en un zorro un escéptico” (Vargas Llosa). Un fanático puede ser un dictador, un iluminado, un stalker en las redes sociales, un asesino serial o un genocida, pero no un buen abogado. Como nos recuerda Gustavo Zagrebelsky, “los hombres y los juristas ‘inflexibles y sin matices’ no se compadecen bien con el tipo de vida individual y social que reclama el Estado constitucional de nuestro tiempo. Su presencia, además de ser fuente de fragilidad y emotividad, constituye un potencial de asocialidad, agresividad, autoritarismo y, en fin, no solo de inconstitucionalidad, sino también de anticonstitucionalidad”. Por eso, un buen abogado no puede ser un erizo, apegado, en delirio paranoico, a su “verdad” irrefutable, a su “brillante” y “extraordinaria” idea. Pero, como propone Atienza, sí podría ser un “zorizo”, con “las habilidades que atribuimos a los zorros (astucia para encontrar una solución adecuada para cada problema, cada situación) como las de los erizos (ser capaz de articular esa solución con razones que la vuelvan -como pasa con las púas del erizo- invulnerable)”.