La República Dominicana desde hace ya un tiempo tomó la decisión formal de evolucionar de un estado con derecho a un estado de derecho, donde no exista actuación de la Administración Pública exenta de fiscalización judicial. A pesar de esta firme convicción de avanzar hacia el sometimiento pleno a derecho de la actividad administrativa, aún subsiste un aire autoritario que afecta una legislación de cardinal importancia para alcanzar este preciado principio de juridicidad y que requiere una necesaria reingeniería democratizadora.
Esta norma legal a la que nos hemos referidos, de corte autoritario y originada en plena dictadura, lo es la Ley Número 1494 que instituye la Jurisdicción Contencioso-Administrativa (En lo adelante, LJCA). Esta legislación que ha alcanzado 73 largos años de vida, sorprendentemente, constituye el marco normativo común para la instrucción de los procesos jurisdiccionales ordinarios que se entablan para zanjar los innumerables conflictos que surgen en el seno de la relación persona-Administración.
La inexcusable vigencia de la LJCA se debe, en gran medida, a la reprochable conducta del legislador dominicano que se niega a hacer su tarea y rehúye a jugar su rol en el derrocamiento definitivo de un producto normativo trujillista y de antaño que, a duras penas, sobrevive y no se adecua a las exigencias de los tiempos, perpetuando así un desfazado proceso capaz de generar pesadillas a cualquier ciudadano que pretenda incursionar en el turbulento viaje de un litigio en contra de la Administración Pública.
De hecho, si hoy tenemos una jurisdicción contencioso-administrativa un tanto justa, se debe a la valentía de la labor de ciertos jueces que, a golpe de sentencias y con pocas herramientas, han sentado criterios jurisprudenciales favorables y garantistas del necesario equilibrio entre prerrogativas administrativas y derechos de la ciudadanía, tales como la distribución de la carga probatoria en materia de tributos, el reconocimiento de la plenitud de jurisdicción frente al inane e histórico carácter revisor, la potencialización del papel activo del juez y, el ensanchamiento de la legitimación activa.
A pesar del loable esfuerzo judicial con el cual se ha alcanzado todo lo anterior, los recursos de la judicatura son limitados y se encuentran también atados por el alcance de la defectuosa técnica legislativa que regula todo el cauce procesal del contencioso-administrativo. Por lo que, es la intervención legislativa es más que necesaria para transitar hacia un mejor control jurisdiccional obstaculizados por aspectos tan básicos como los que a continuación detallamos.
En primer orden, se requiere de manera urgente la incorporación de tribunales superiores administrativos y la creación de los tribunales contencioso-administrativos de primera instancia, con el objetivo de acercar la jurisdicción a las personas y alivianar la sobrecarga de trabajo que afecta el único Tribunal Superior Administrativo del país que actualmente conoce de los miles de recursos que anualmente se interponen contra las actuaciones de la Administración Central, los organismos descentralizados, las corporaciones profesionales y los Ayuntamientos el Distrito Nacional, Santo Domingo Norte, Este y Oeste. Esta situación solo se traduce en una irritable lentitud en la impartición de justicia.
En segundo lugar, resulta indispensable modificar el anacrónico e inflexible régimen procedimental del contencioso, con la finalidad de facilitar la tarea de los tribunales y los justiciables quienes desperdician gran parte del tiempo en una etapa de instrucción que se extiende innecesariamente por actuaciones afectadas de un rigor formalista que raya en lo irracional y que no aporta nada a la sustantividad de la causa. Estas indebidas dilaciones deben desaparecer, a través de la estructuración de procedimientos sumarios, orales y creación de vías comunicacionales instantáneas entre las partes y el tribunal.
En tercer lugar, es necesario desarrollar un esquema más expedito para la fase ejecución de sentencias, en el que se acentúe la intervención del juez, se repiense los cimientos, en gran parte inconstitucionales a mi juicio, del régimen general de la inembargabilidad del estado, pero además se desincentiven las argucias de la Administración que, luego de sucumbir jurisdiccionalmente, impone trámites adicionales e imprevistos para encarecer la materialización de la decisión judicial.
Por último, pero no menos importante, se hace imperativo implantar un nuevo modelo recursivo, ordinario y extraordinario, en el orden contencioso-administrativo para habilitar la impugnación autónoma de sentencias denegatorias de medidas cautelares, así como repensar una nueva casación mediante la cual se recorten los tiempos de resolución de los pleitos que se ven eternizados por envíos y reenvíos a los tribunales de instancia.
No tengo duda de que todos los puntos anteriores ya han sido notados por los legisladores sensibles a las mejores causas ciudadanas, pero es hora ya de mejorar el control jurisdiccional de la actividad administrativa que ha sido postergado por muchos años. Es de interés de todos obtener un orden contencioso administrativo que desincentive la irresponsabilidad administrativa y afiance las bases de un verdadero modelo democrático del ejercicio de la función administrativa.