La voz del radio era insolente. Un vómito de injurias, de mala fe, de goce sanguinario.
Resonaba insaciable, colmando el espacio de estupefacción, repugnantemente feroz y gutural.
Sentí una bocanada de hiel subirme de lo profundo de las entrañas. Aunque no lo creía, no era posible.
Sobre todo no era posible que alguien gozara diciendo aquello, que alguien en este avance de la civilización, hiciera gárgaras con la sangre de los caídos para arrojárselas de golpe a las familias, minuto a minuto, durante horas y horas.