A pesar de la atención mediática puesta en los cada vez más numerosos representantes demócratas que son partidarios de iniciar el proceso de juicio político ahora, su total (que ya supera los 50) es aproximadamente un quinto de la mayoría demócrata en la Cámara. Y los representantes republicanos son tan leales a Trump (o tienen tanto miedo de enfrentar a un contendiente en las primarias de 2020) que sólo uno, Justin Amash (de Michigan), un libertario estricto, está a favor del juicio político (aunque en privado, otros republicanos estarían felices de que Trump se vaya).
La presidenta de la Cámara, Nancy Pelosi, se declara contraria al juicio político, al menos por ahora, pero deja la cuestión parcialmente abierta con frases como “todavía no es momento”. Según Pelosi, el impeachment sería mala política para su partido, porque consolidaría el apoyo republicano al presidente y dividiría todavía más al país. Pelosi teme que iniciar el proceso ahora ponga en riesgo sus dos objetivos principales: proteger el arduamente conseguido control demócrata de la Cámara y maximizar las chances del partido en la elección presidencial del año entrante.
De hecho, Pelosi (y otros líderes del partido) vienen diciendo que prefieren que la cuestión se dirima en la elección presidencial de 2020. Creen (con buenas razones) que el Partido Demócrata obtuvo buenos resultados en la Cámara en la elección legislativa intermedia de 2018 porque sus candidatos se centraron en temas de interés inmediato para los votantes, por ejemplo la cobertura y los costos de la atención médica. Pero ahora el jefe de la bancada demócrata en la Cámara, James Clyburn, predijo que a Trump se le hará juicio político “en algún momento”. Como Pelosi, Clyburn cree que antes de iniciar acciones hay que reunir pruebas sólidas; y se supone que para eso servirán las audiencias planeadas por varias comisiones de la Cámara. (Trump se equivocó al tratar de impedir a esas comisiones acceder a documentos y testimonios de auxiliares y hasta exauxiliares: hasta ahora, los tribunales les dieron la razón a los representantes demócratas.)
Pelosi tiene fama de ser una de las estrategas más inteligentes de Washington, pero su postura declarada es problemática. Nadie puede prever ahora mismo las secuelas políticas de un proceso de destitución contra Trump, y la Constitución, que instituye esa posibilidad como un modo de controlar la conducta del presidente entre elecciones, no dice nada respecto de que se deba usar sólo cuando es políticamente conveniente. Además, en vista de los resultados de 2018, es probable que los líderes del Partido Demócrata desaconsejen convertir el destino del presidente en tema central de la próxima elección. Sobre todo, la decisión de no iniciar el proceso de juicio político a Trump podría sentar un terrible precedente. Si a Trump no se lo juzga por sus numerosos actos delictivos y abusos de poder, ¿seguirá siendo el juicio político un control viable de la presidencia?
A Pelosi no parece preocuparle esa cuestión. Para desalentar a los representantes demócratas partidarios del impeachment, Pelosi les advierte que es lo que quiere Trump, porque piensa que lo beneficiaría políticamente. Pero no es tan evidente que sea así. A ningún presidente le gusta portar la marca de haber tenido que enfrentar un juicio político. Trump se refiere al procedimiento como “esa palabra que empieza con I”, que la semana pasada calificó como “sucia, asquerosa, repugnante”. Además, el impeachment no es una cuestión de política, sino de principios constitucionales.
Se dice que Trump se enojó mucho cuando el miércoles pasado, el ahora ex fiscal especial Robert Mueller rompió su largo silencio para anunciar su renuncia y dijo: “Si tuviéramos la seguridad de que el presidente claramente no cometió un delito, lo hubiéramos dicho”. (Mueller, muy renuente, y con razón, a ir más allá de lo que dice su informe, y poco interesado en someterse a un circo partidario, ahora resiste las presiones de ambos partidos para comparecer –al menos en público– ante una comisión del Congreso.)
Pero otros le dan mucha importancia al simple hecho de que Mueller exprese frente a las cámaras de televisión lo que dice su informe de 448 páginas. Trump viene diciendo que las conclusiones del informe lo exoneran por completo (“ni colusión, ni obstrucción”), aun cuando el informe declara explícitamente que no es así.
Para mayor pesar de Trump, el muy admirado Mueller recomendó en la práctica que el Congreso inicie un proceso de juicio político. Mueller explicó que una polémica política del Departamento de Justicia, pensada para ayudar al entonces presidente Richard Nixon, impide presentar acusaciones contra un presidente en ejercicio. Pero eso no está en la Constitución, ni es una ley. (A Nixon se le aplicó la figura legal de “co‑conspirador no acusado” en un plan para ocultar la invasión de oficinas demócratas en el hotel Watergate, mientras que Trump es lo mismo en un caso en Nueva York que incluye su participación en la entrega de dinero a dos mujeres con las que tuvo vínculos sexuales poco después del nacimiento de su hijo Barron, para comprar su silencio antes de la elección.)
Desde poco después de la publicación del informe a mediados de abril, Mueller y el fiscal general de los Estados Unidos William Barr (que eran colegas y amigos) mantienen una disputa cortés pero intensa en relación con las conclusiones de la investigación. Barr, un exabogado del aparato republicano que ha defendido al presidente con un énfasis inusual para un fiscal general, insiste en definir las conclusiones centrales del informe (que ha interpretado mal una y otra vez) para desagrado de Mueller.
Trump pasa por alto la conclusión inequívoca de Mueller (que coincide con la de toda la comunidad de inteligencia de los Estados Unidos) de que Rusia interfirió en la elección de 2016 en su beneficio. Obviamente, aceptarla pondría en duda la legitimidad de su victoria en el Colegio Electoral. Se diceque altos funcionarios de seguridad recibieron instrucciones de no mencionar el tema de la interferencia rusa en frente de Trump.
Esto vuelve altamente improbable que Trump apoye cualquier intento real de evitar una interferencia electoral similar (tal vez más intensa y por más países) en 2020, y hasta puede que la vea con agrado. El director del FBI, Christopher Wray (uno de los pocos funcionarios que le lleva públicamente la contra a Trump, que no quedaría nada bien despidiendo por segunda vez a un director de la agencia), dijo que Rusia tuvo una presencia activa en la elección intermedia de 2018 y que es probable que intensifique sus esfuerzos en la elección de 2020. Suponiendo que Trump siga en el cargo entonces, la próxima elección presidencial puede ser mucho más sucia y violenta que nunca.
Traducción: Esteban Flamini
A pesar de la atención mediática puesta en los cada vez más numerosos representantes demócratas que son partidarios de iniciar el proceso de juicio político ahora, su total (que ya supera los 50) es aproximadamente un quinto de la mayoría demócrata en la Cámara. Y los representantes republicanos son tan leales a Trump (o tienen tanto miedo de enfrentar a un contendiente en las primarias de 2020) que sólo uno, Justin Amash (de Michigan), un libertario estricto, está a favor del juicio político (aunque en privado, otros republicanos estarían felices de que Trump se vaya).
La presidenta de la Cámara, Nancy Pelosi, se declara contraria al juicio político, al menos por ahora, pero deja la cuestión parcialmente abierta con frases como “todavía no es momento”. Según Pelosi, el impeachment sería mala política para su partido, porque consolidaría el apoyo republicano al presidente y dividiría todavía más al país. Pelosi teme que iniciar el proceso ahora ponga en riesgo sus dos objetivos principales: proteger el arduamente conseguido control demócrata de la Cámara y maximizar las chances del partido en la elección presidencial del año entrante.
De hecho, Pelosi (y otros líderes del partido) vienen diciendo que prefieren que la cuestión se dirima en la elección presidencial de 2020. Creen (con buenas razones) que el Partido Demócrata obtuvo buenos resultados en la Cámara en la elección legislativa intermedia de 2018 porque sus candidatos se centraron en temas de interés inmediato para los votantes, por ejemplo la cobertura y los costos de la atención médica. Pero ahora el jefe de la bancada demócrata en la Cámara, James Clyburn, predijo que a Trump se le hará juicio político “en algún momento”. Como Pelosi, Clyburn cree que antes de iniciar acciones hay que reunir pruebas sólidas; y se supone que para eso servirán las audiencias planeadas por varias comisiones de la Cámara. (Trump se equivocó al tratar de impedir a esas comisiones acceder a documentos y testimonios de auxiliares y hasta exauxiliares: hasta ahora, los tribunales les dieron la razón a los representantes demócratas.)
Pelosi tiene fama de ser una de las estrategas más inteligentes de Washington, pero su postura declarada es problemática. Nadie puede prever ahora mismo las secuelas políticas de un proceso de destitución contra Trump, y la Constitución, que instituye esa posibilidad como un modo de controlar la conducta del presidente entre elecciones, no dice nada respecto de que se deba usar sólo cuando es políticamente conveniente. Además, en vista de los resultados de 2018, es probable que los líderes del Partido Demócrata desaconsejen convertir el destino del presidente en tema central de la próxima elección. Sobre todo, la decisión de no iniciar el proceso de juicio político a Trump podría sentar un terrible precedente. Si a Trump no se lo juzga por sus numerosos actos delictivos y abusos de poder, ¿seguirá siendo el juicio político un control viable de la presidencia?
A Pelosi no parece preocuparle esa cuestión. Para desalentar a los representantes demócratas partidarios del impeachment, Pelosi les advierte que es lo que quiere Trump, porque piensa que lo beneficiaría políticamente. Pero no es tan evidente que sea así. A ningún presidente le gusta portar la marca de haber tenido que enfrentar un juicio político. Trump se refiere al procedimiento como “esa palabra que empieza con I”, que la semana pasada calificó como “sucia, asquerosa, repugnante”. Además, el impeachment no es una cuestión de política, sino de principios constitucionales.
Se dice que Trump se enojó mucho cuando el miércoles pasado, el ahora ex fiscal especial Robert Mueller rompió su largo silencio para anunciar su renuncia y dijo: “Si tuviéramos la seguridad de que el presidente claramente no cometió un delito, lo hubiéramos dicho”. (Mueller, muy renuente, y con razón, a ir más allá de lo que dice su informe, y poco interesado en someterse a un circo partidario, ahora resiste las presiones de ambos partidos para comparecer –al menos en público– ante una comisión del Congreso.)
Pero otros le dan mucha importancia al simple hecho de que Mueller exprese frente a las cámaras de televisión lo que dice su informe de 448 páginas. Trump viene diciendo que las conclusiones del informe lo exoneran por completo (“ni colusión, ni obstrucción”), aun cuando el informe declara explícitamente que no es así.
Para mayor pesar de Trump, el muy admirado Mueller recomendó en la práctica que el Congreso inicie un proceso de juicio político. Mueller explicó que una polémica política del Departamento de Justicia, pensada para ayudar al entonces presidente Richard Nixon, impide presentar acusaciones contra un presidente en ejercicio. Pero eso no está en la Constitución, ni es una ley. (A Nixon se le aplicó la figura legal de “co‑conspirador no acusado” en un plan para ocultar la invasión de oficinas demócratas en el hotel Watergate, mientras que Trump es lo mismo en un caso en Nueva York que incluye su participación en la entrega de dinero a dos mujeres con las que tuvo vínculos sexuales poco después del nacimiento de su hijo Barron, para comprar su silencio antes de la elección.)
Desde poco después de la publicación del informe a mediados de abril, Mueller y el fiscal general de los Estados Unidos William Barr (que eran colegas y amigos) mantienen una disputa cortés pero intensa en relación con las conclusiones de la investigación. Barr, un exabogado del aparato republicano que ha defendido al presidente con un énfasis inusual para un fiscal general, insiste en definir las conclusiones centrales del informe (que ha interpretado mal una y otra vez) para desagrado de Mueller.
Trump pasa por alto la conclusión inequívoca de Mueller (que coincide con la de toda la comunidad de inteligencia de los Estados Unidos) de que Rusia interfirió en la elección de 2016 en su beneficio. Obviamente, aceptarla pondría en duda la legitimidad de su victoria en el Colegio Electoral. Se diceque altos funcionarios de seguridad recibieron instrucciones de no mencionar el tema de la interferencia rusa en frente de Trump.
Esto vuelve altamente improbable que Trump apoye cualquier intento real de evitar una interferencia electoral similar (tal vez más intensa y por más países) en 2020, y hasta puede que la vea con agrado. El director del FBI, Christopher Wray (uno de los pocos funcionarios que le lleva públicamente la contra a Trump, que no quedaría nada bien despidiendo por segunda vez a un director de la agencia), dijo que Rusia tuvo una presencia activa en la elección intermedia de 2018 y que es probable que intensifique sus esfuerzos en la elección de 2020. Suponiendo que Trump siga en el cargo entonces, la próxima elección presidencial puede ser mucho más sucia y violenta que nunca.
Traducción: Esteban Flamini