Cuando mis hijos estaban pequeños me preocupé de que nada les faltara. La práctica de los deportes fue uno de los propósitos que me hice para que tuvieran una formación completa.

Procuré que estudiaran en uno de los mejores colegios católicos. Como el colegio estaba tan lejos, ya que había sido trasladado a otro sector lejos de la Zona Colonial, un minibús venía a recogerlos a la casa, junto a un grupo de niñas y niños que asistían a éste. Tenían que levantarse bien temprano, bañarse, desayunar y estar listos para cuando Don Francisco viniera  a buscarlos estuvieran a punto. Esta rutina les sirvió para que ahora en la adultez no se queden en una cama añoñándose, esperando les den las diez de la mañana para empezar la faena diaria.

En la parte deportiva los acompañé a todos sus entrenamientos y torneos, nunca los dejé solos. Yo era joven podía resistir horas y horas sentada en unas gradas, alentando, aplaudiendo, hasta discutiendo las jugadas. Era mi momento de esparcimiento y descanso a la vez.  Hoy tengo, se puede decir, el mismo rol con mi nieto, pero con la diferencia de que  estoy vieja y me canso.

Mis hijos crecieron yendo a las prácticas de baloncesto en el Club San Lázaro, por eso quisieron que  fuera el club de sus hijos aún viviendo lejos de éste. Incluso, mi hijo mayor lleva a su hijo de dos años para que dé carreras alrededor de la cancha y le vaya tomando amor al club y al deporte. Aunque a mi nieto mayor, es a mí que me toca llevarlo a torneos, cuidarlo y acompañarlo.

En estos días hay un torneo en el que participan diferentes clubes de la ciudad. Como es parte de mi trabajo actual, me tocó llevarlo a un juego a otro club deportivo. Yo no sé si podrá continuar jugando en el torneo. Si sus padres lo pueden llevar, irá, porque lo que soy yo, no vuelvo.

Creo que lo peor en el mundo es haber sido maestra de niños y llegar a la vejez, porque ante algunas situaciones, uno se cree con el derecho de opinar, de llamar  la atención, de aconsejar y esto fue lo que me pasó.

En la mesa de anotar los puntos había un niño de unos trece o catorce años, parece que no debía estar ahí. Le llamaron la atención y tuvo una reacción inapropiada,  se quitó diciendo todo tipo de improperios. Esperé que se calmara y lo llamé a mi lado. Le pregunté si él podía estar en ese lugar, no quería ni mirarme a los ojos, por lo que insistí que lo hiciera. Le dije que le iba a hablar como su abuela, que si él estaba consciente de que si ese lugar no le correspondía, debía aceptar tranquilamente la decisión, que solo cuando uno tiene la razón puede exigir y no perder una batalla. El niño se quedó muy tranquilo a mi lado por un tiempo.

Cuando llegó el final del juego, como no podían ir a recogernos, llamé a un taxi. Durante veinte minutos  esperamos en la puerta de salida del club anfitrión del evento, ahí estaban tres niños acompañando a uno de los equipos que había ido a jugar. Uno de ellos tenía un revólver que parecía de verdad, pero supe que era de juguete porque al manipularlo se le desprendió una parte y estaba tratando de arreglarlo.

Nunca he tenido una arma de fuego cerca, ni siquiera de juguete, pero las he visto en películas y en los informes policiales, por lo que me pareció tan real, que de no haber visto antes  lo que sucedió, hubiera jurado que era de verdad. Esos niños estaban entre los diez y doce años. Les pregunté para qué querían ese juguete. Les dije que si se armaba algún reperpero y venía la policía ellos estaban expuestos a que se los llevaran presos.

La mirada que me dieron fue como si me hubieran disparado con esa arma. La impresión que recibí fue tan grande y el miedo se apoderó de mí, que lo único que atiné  fue coger a mi nieto de la mano y decirle, vámonos  a pie que no llega ningún taxi.

Luego supe que era habitual que esos niños hicieran atracos en el barrio al cual pertenecían.