“Los padres caminaban cogidos de la mano como si estuvieran estrenando amores”.

(Cuando alumbra el corazón. Memorias del Miocardio)

—Vea la película “First cow”, me dijo el cibernauta desconocido hace como un año atrás, junto a una breve motivación.

La vería. El seudónimo de su cuenta en Twitter no me revelaba una identidad porque tiene un nombre y un apellido muy comunes. En su foto de perfil aparece alguien de espaldas. Sin embargo, había tomado la decisión casi de inmediato. Algo tendría esa “primera vaca”, decía curioso mi eco interno porque la recomienda @Bebetodice.

La vi y me cautivó. Con cada escena se formulaba una nueva curiosidad, ¿cómo supo el desconocido que me gustaría ese relato tan específico? @Bebetodice anticipó que la pequeña historia de cine me importaría.

Al día siguiente se lo dejé saber desde México. Le comenté por la mencionada red social que la historia me ayudó a visualizar ese capitalismo incipiente, en qué clase de bienes de capital pensaban los hombres del siglo XIX cuando escribieron las leyes que, dos siglos después siguen gobernando la mentalidad del homo oecomicus.

En esta parte barrigona del globo ese pensamiento terco se aferra a una libertad de empresa circular y absoluta. Una que ha bajado en muchos años/ubres hasta las cubetas del afán de acumulación.

Me hice amiga a distancia del hombre sin cara. Seguí hablando con el tuitero sobre cine, música y literatura sin averiguar nada sobre él. Su identidad era una interrogante accesoria. Converso con muchos en la Babel virtual. A pesar de que por ella transita la miseria humana, también deambula gente como @Bebetodice cuya conversación me beneficia.

El hombre de espaldas decía poco y, salvo cuando vitoreaba a Las Águilas Cibaeñas, me identificaba con sus mensajes. Por cuentahabientes como él es posible aprender a ser usuarios responsables de una red social, al revisar lo que una expresa de sí. En esos pocos caracteres dejamos nuestra esencia. Leyendo lo que @Bebetodice pude ver la cara oculta de una persona con paz interior.

Tiene muchos ratos de serenidad, entre el baloncesto y recuerdos del Santo Domingo de ayer, y algo del viejo rock. Otros, de valentía frente a la realidad dominicana de hoy, y cuando me dice algo, la campanita de Twitter funciona como su dedo índice sobre mi hombro invitándome a prestarle atención para comentar algo del cine clásico y de las nuevas vanguardias literarias de sus lecturas. Es agradable lo que @Bebetodice.

Hasta específicamente el 26 de enero pasado no supe quien era, según consta en el archivo digital que registra Twitter. @Bebetodice reaccionó a un fleet mío anunciado la publicación de mi primer libro, uno sobre derecho. Me felicitó con un emoji.

Lo corto del intercambio cordial por DM fue un vestigio de la actitud aldeana propia de los dominicanos. Nunca oí a un mexicano presentarse y continuar con frases tales como: ¿De quien tú eres hijo? ¿Eres primo de fulanita? ¿De los Noboa del Cibao o los del Sur? O cosas así. A la segunda pregunta, propia de nuestra sociabilidad gregaria, el hombre de espaldas se reveló primo de mis queridas amigas Ale y Nat. Otro más, buen augurio. (Sobre las Sánchez García y sus primos, ver: “La Gunguna: Plátano Western» « angelicanoboap (wordpress.com))

Hasta ese momento la presbicia no me había dejado mirar que el hombre sin cara, primo de Ale, Nat y el magister Yarull, miraba una radiografía de tórax hasta que amplié la foto ese día. Lo hice solo cuando Ale me aclaró rato después por Telegram que el cibernauta que venía tratando como amigo imaginario era un médico cardiólogo.

Mi esposo bromea con mis interacciones en Twitter. Ciertamente he iniciado decenas de amistades por ahí, entre ellas con personas actualmente cercanas. El día que iba a conocer a mi colega y amigo Cristóbal Rodríguez, el primero me preguntó si era un amigo de carne y hueso o uno de esos amigos imaginarios de los que yo tengo en Twitter. Le respondí que ese era del alma.

Fui una solitaria hermana menor, que acompañó sus juegos de tacitas con amigos invisibles con los que mi mamá me sorprendía conversando mientras sorbíamos un café, también invisible, preparado para mis invitados. Me quedaba suculento, decían mis contertulios ficticios. A ella le encantó toda su vida ese recuerdo de mi edición infantil. Lo contó por años.

Mi tía Melba continúa el testimonio. Vino de Neyba a la capital para estudiar Educación en la Uasd, y residía en la casa de su hermano con cuatro sobrinos entre cero y cinco años hasta graduarse y casarse. Cuenta que yo sostenía unas largas conversaciones con nadie, antes incluso de aprender a hablar, como en las historietas de Sal y Pimienta. Tengo vagos recuerdos de esos lúdicos encuentros. A esos parroquianos a los que le sacaba mis tacitas de plástico fino con calcomanías de florecitas, les llegué a poner nombres.

Mi interés en conocer quién era @Bebetodice, amigo imaginario que vino bautizado era escaso. El intercambio con el hombre de espaldas, como Paul en el dorso del Sgt. Pepper, provenía del instintivo residuo de homo ludens que me persiste y reencuentra en Twitter a estos amigos del viejo arte de la conversación entre incorpóreos.

Al regresar a vivir a la República Dominicana, mi esposo y yo buscamos un galeno con esa especialidad. Le comenté que había uno del que sabía poco, excepto que era el primo de nuestras amigas y de Yarull, otro semi-incorpóreo. Algo me decía que sería el mejor cardiólogo para nosotros, le expliqué a mi pareja contándole cómo lo conocí. Aprobó la señal de mi instinto.

El 4 de agosto, la plataforma documenta que le dejé a @Bebetodice un segundo y último mensaje privado por DM. Fue breve y respetuoso. A partir de ese momento, y a sabiendas de que interrumpía en horas de trabajo a un médico, ya no le traté como un genio en la botella que abordo a mi voluntad, para hablarme de los temas que me gustan en cualquier momento.

Mi esposo lo visitó primero y llegó encantado con mi elección. Mencionó que era la clase de médicos difícil de encontrar. El que tiene tiempo para tratar la salud y conversar con el paciente, mirarlo a la cara.

Hace quince días agregué una anatomía a @Bebetodice cuando fui a un chequeo regular. No tenía prisa, pero mi sistema cardiovascular sí dado los riesgos actuales. Salí de su consultorio con varias indicaciones y un libro de su autoría que me obsequió: Memorias del Miocardio.

Junto al regalo y las instrucciones para los laboratorios, me acompañaba al salir la opinión concurrente con mi esposo. Mi invitado frecuente al juego de tacitas iba a servir de doctor anatómico, sin dejar de platicarme en lugares sin espacio, ahora de corrido y sin interrumpirlo en sus horas de trabajo. Comencé a leer el libro.

Memorias del Miocardio es un festín para despegar de la cajita tridimensional de plástico que guardo en mi memoria, el juego de tacitas completo. Al igual que el mensaje de pocos caracteres para recomendarme “First Cow” (2019), a la colección de crónicas le precede una motivación que comparte con otros galenos escritores: Antón Chevjov, Pío Baroja, Arthur Conan Doyle y Antonio Zaglul.

Como el lobo de Rubén Darío, @Bebetodice explica sus motivos: “¿Qué lleva a los médicos a ser escritores?” y se responde:

“A nuestro entender el continuo escrutinio de la esencia humana, esa cercanía necesaria que debe ser ejercida para examinar la condición natural del hombre y así poder desarrollar un ejercicio óptimo de la profesión. Estas necesidades condicionan al galeno a educarse en la escritura de “pequeños instantes biográficos” que poco a poco desarrollo, como entretenimiento para la comunicación y descripción de las enfermedades con otros colegas como una especie de códice que unifica criterios y entendimiento.” (Presentación, Memorias del Miocardio).

La escritura de este médico torna proverbial el comentario hecho en casa por mi pareja. Su amor por la lectura, el Séptimo Arte y por la musicalidad del ser dominicano, es una sutura avanzada, donde el miedo, la risa, el hambre por el conocimiento, tienen una convivencia más surreal que una velada de té en el mundo de Alicia.

El médico de trato sereno, que le miró a la cara, escribe en curvas, a alta velocidad, y deja caer al lector en los vacíos en que han caído sus manos de cirujano, al meterlas entre orificios y protuberancias desde donde a veces sale vida y en otras se extingue.

“—Quiero que oigan bien cómo va esto:

—Aquí los M. A. (Médicos Ayudantes) no se les habla ni se le jode, ellos se comunican a través de los residentes de tercer año que son sus esclavos.

Los residentes de segundo año son los esclavos de los esclavos. Los residentes de primer año son los perros. Y añadió:

—Los internos son la mierda del perro. Los pre internos, o sea ustedes son los parásitos de la mierda del perro.” (Maternidad, Memorias del Miocardio).

En medio de la entretención, me llegó la noticia de la muerte de un amigo, que, a pesar de su juventud, le falló el corazón. Ese duelo reabrió una cicatriz que no termina de cerrarse, ocasionada por otros fallecimientos. Han sido largos meses en los que la expiración se reitera.

A pesar de que mi humor cambió el libro se mantuvo como preciado compañero entre Laboratorios Amadita y Hospiten. Apresuré el examen del tórax y las tomas de sangre para seguir leyéndolo. Los ayunos no me causaron ansiedad porque la lectura de Memorias del Miocardio alimentó mi espíritu con episodios tales como:

“Juanita era una joven anciana, habitual en la miseria. Su piel de veintidós años, ajada como las naranjas olvidadas en el fondo de la despensa, no se aventuraba a decidir si le sostenía los huesos o el alma, solo sus ojos mostraban un intenso brillo, eran los de los que rehúsan extinguirse, eran los ojos de la sobrevivencia”. (La Maletica de Zinc, Memorias del Miocardio)

El libro no trae las respuestas a nuestro dolor, pero disfruté cada nueva interrogante que abre, cada saludo al carácter del dominicano, al pensamiento humano de un parte médico contado por un amante de las letras.

“En el aire me embelesaba con la belleza de esta isla que tantas veces fue primera, admiraba su frescura, su profusión de aguas se parecía a las arterias que se enferman y pretendemos curar. Intenté buscar las líneas de la frontera dibujadas en los mapas, pero no las pude hallar, solo una seda de colores acrisolaba el paisaje que Dios había diseñado para bendecir esta quimera.” (Sin fronteras, Dio e’ dominicano, Memorias del Miocardio).

Por más miseria humana que transite en las redes, retirarme de ellas no es una opción siempre que sirvan de canal para conocer a personas como el doctor Carlos Heriberto García Lithgow, @Bebetodice. Elegí bien al galeno a quien confiar mi corazón y el del amado.

Guardo las tazas compradas en la cooperativa de Casa Mirro, de los ahorros mensuales de mi mamá. Algún día lo invito a casa y las lleno con su conversación