Ha llegado el momento, amiga Inés Ortega, para tratar el tema del Renacimiento, para entrar en la racionalidad de la modernidad que significó dicha etapa en la Europa post-medieval. Tal vez nos alejemos de nuestra serie, Juego de Tronos, porque avanzaremos en el tiempo, pero nos mantendremos en el marco de la actualidad si dejar a un lado a los Lannister, Barathion, Stark y otras faunas.
El inicio de la civilización humana se remonta, en la crónica más socorrida, al final del neolítico y con el fin de la Era Glacial: nos situamos en Mesopotamia, con las aguas que bajan por la meseta de Anatolia y creando los asentamientos humanos por la agricultura y la ganadería, denominándose la “revolución neolítica” por Vere Gordon Childe. Se dice que entonces hubo una guerra por alimentos y vencieron los Sumer, de la zona montañosa donde se descubrió la fundición de metales, imponiéndose su cultura (siendo la primera de la historia humana), la Sumeria.
Esta guerra produjo un movimiento pendular entre el eje religioso y el político, llevando a la “justificación” de la soberanía del Rey por ser escogido por los dioses o encarnar él mismo a dios (al estilo de los faraones). En consecuencia, en nuestro “Juego de Tronos” entre un conflicto de “principios religiosos” fundamentales entre los viejos, los nuevos y los dioses que faltan para la identidad de los diferentes tercios en conflicto.
En nuestra Edad Media occidental y europea, el predominio del Sumo Pontífice que como cabeza de la cristiandad tenía el derecho de mediar entre las casas reales, algo que no podemos ver en Juego de Tronos porque no se refiere a la tradición latina, sino al mundo nórdico.
La política era, en consecuencia, una extensión de la ética o moral religiosa y, por lo tanto, un tanto idealista. El advenimiento de la modernidad, con la caída de Constantinopla, dispersó a los maestros de oriente por el sur de Italia y sembró la semilla del Renacimiento: de la cosmovisión medieval pasamos al humanismo.
El rompimiento del monopolio de la política sostenido por el pensamiento religioso se produjo cuando apareció un autor de muy mala fama, Nicolás Maquiavelo, que establece a la política como un ejercicio de racionalidad: el príncipe debe ser amado o temido, pero si no puede ser amado, vale más que sea temido.
A Maquiavelo se le cayeron “los palitos” porque pasó a representar los intereses mezquinos que él mismo aborreció y de los que fue víctima. Pero a él se le debe esa imagen de “cálculo” frío de la política de los intereses. Pensar que todas las variables las controlamos y que nuestra voluntad será implementada como si estuviéramos en el Embarcadero del Rey (King´s Landing, de Juego de Tronos). Un caso palmario de que la política no es tan racional ni tan irracional; es, en reconocimiento de Maquiavelo, la realidad.
Por eso hay tantas cabezas rotas al encontrarse con el muro de los hechos. Aunque es una historia de escasos quinientos años, la Edad Moderna nace con un paradigma que cambia todo el escenario político: la soberanía pasó de la “testa” del Rey al conglomerado de ciudadanos, por lo que la legitimidad salió de las manos de los dioses antiguos, los nuevos o los que faltan, para recaer en la democracia representativa, o en las elecciones periódicas. El manejo de las pasiones es el mismo, sea aquí o acullá, por lo que no puedo afirmar que el Renacimiento fue más perverso que alguna otra época.
La persistencia de las reglas políticas provenientes del neolítico es porque el objetivo sigue siendo el mismo: el poder, pura y simple. Aquí se encuentran Juego de Tronos, The White House, y cualquier serie televisiva que quiera reflejar los juegos del poder y la gloria. Lo que me deja en el tintero que muchas de las reacciones políticas son simples frustraciones por no poder imponer nuestras ilusiones o pretensiones de modelar el mundo de una manera u otra.