"No se la razón, pero me he dado cuenta de que existe un punto quebrado de dolor en el que usted, señor Juan Rulfo y yo, tenemos una fatal coincidencia“. David Pérez

Fotografía de Juan Rulfo

Que un oficiante de las letras lograra hacer del silencio y el murmullo una gran novela, es una de las más grandes sorpresas de la literatura. Juan Rulfo superó con Pedro Páramo toda la literatura barroca, dio vida a los espacios en blanco, al viento, dibujo el rostro de lo innombrable. Lección poco aprendida por los bardos posteriores a él. Rulfo golpeó la esencia despiadadamente y para ello no necesitó más de un centenar de páginas.

Admiro esa extraña facultad que tienen algunos escritores, son administradores del lenguaje, pulperos de frases cortas. Se necesita un horno de muy alta temperatura emocional para producir una obra como ésta y una capacidad única para no exhibir, como el fisiculturista lo voluminoso de su cuerpo verbal. No dejo de imaginar a Juan Rulfo reconociendo a tiempo cuando el desborde del río, el cauce de sus letras se desviaban de su objetivo final. El saber contar una historia lo más escueta posible, sin grasa acumulada en la estructura de su cuerpo narrativo, requiere de siglos de tradición asimilada y filtrada, entre las corrientes subterráneas de muchos otros escritores.

Hay que llegar a ser todo un monje sin pretensiones. Son precisos muchos años de ejercicio en la práctica de la escritura, para obviar lo superfluo e ir al centro exacto de lo que se quiere comunicar sin artificio. Una vez que se llega a dominar la palabra, como hiciera Rulfo, el resultado a la vista del lector pudiera parecer un hecho fácil, casi elemental, pero cuán difícil debe ser descender a las profundidades del mar sin equipo submarino. La muerte es lo más predecible.