La espera se hacía larga. Afuera se enfriaba el sol sobre las piedras sueltas de la calle estrecha, de cuyo cuerpo retorcido, a ratos, arrancaba nubes de polvo reseco el  paso trepidante de un automóvil. (…) Seguíamos esperando. Los muchachos de la casa, con una gentileza conmovedora, se esforzaban por interesarme en los alaridos que traía la radio del juego de Base-Ball entre la Capital y el Cibao. Mi ánimo se resentía: fijo como tenía el pensamiento en el hombre que allí me había llevado y dirigida la atención de la charla de mis amables compañeros. Esta lucha debía cubrirme el rostro con un velo de idiotez. ¡Dios mío, cuánto tardaba! Si llegaba la noche tendría que renunciar a la entrevista, marcharme sin una palabra de aliento. La oscuridad nos cegó los ojos. Fue necesario encender las luces. Mi ansiedad crecía. Escaseaban  las palabras. De súbito, rompió el silencio una algazara, fresca, espontánea, como un escape de alegría contenida. Tal desbordamiento de vida y de entusiasmo me aturdió. -¿Usted es Hilma?- me preguntó una voz firme y recia. –La misma –contesté, a tiempo que estrechaba la mano amplia y acogedora. Estaba ante mí, alto, rubio, verdadera efervescencia de salud vigorosa, de optimismo y de nervios. El chorro deslumbrante de su verbo se desparramó por la sala, sobre nuestras cabezas, en nuestros corazones, como borbotones de agua fresca. No pude menos que sonreír ante tal dominio de la vida. No se estuvo un momento quieto; radiantes los ojos claros (…) La mejor belleza –dije a modo de explicación- es la simpatía. A Bosch le rebosa tanta que nos conquista al instante.

Santiago, 1937.