Fue preciso leer más de una vez la información para asimilarla. Volví hacia atrás intentando encontrar un error. Deseaba que el redactor solo estuviera refiriéndose a su ingreso a un centro de salud. Nunca antes quería que fuera otra de las tantas noticias falsas que se difundían en los difíciles días que vive la humanidad. Pero no. El texto de titular siempre me encaraba con el mismo contenido: “Falleció por coronavirus José Ignacio Morales, El Artístico”. La tristeza entonces buscó espacio para expandirse. Era el 14 de abril del fatídico 2020. Otras informaciones del mismo medio daban cuenta de que en el mapamundi de la debacle universal, a la, fecha la pandemia ya tenía registrados casi dos millones de personas afectadas y más de 121 mil decesos. Pero son cifras que aumentan con la aguja que marca los segundos de un reloj.

¿Cómo se queda uno tranquilo si por la cuarentena ni siquiera se puede ir a presentar el pésame a esa gente querida que son los familiares? ¿Cómo permanecer en paz si se trata de una acechanza que nos obliga a todos a permanecer encerrados en las paredes del hogar como única forma de sobrevivir? No es posible ni compartir la pena con los amigos comunes en un velatorio tradicional. Esa es la perentoria e insoslayable realidad que vive el mundo en tan doloroso momento de la partida de José Ignacio Morales.

En un abrir y cerrar de ojos mi memoria se retrotrae a La Romana de mi juventud. Todas las tardes, cuando cruzaba hacia el liceo vespertino Tiburcio Millán López, tenía que transitar por el frente de ese taller de herrería. Ambos quedaban en la avenida Luperón de la ciudad. El taller estaba en el costado sur de la Escuela Mercedes Laura Aguiar; justo al lado de ese edificio de tres niveles donde se leía en unas relucientes letras de color resaltado ese letrero que decía “Seguros Patria, S. A.”

José Ignacio Morales, El Artístico

Todavía era un taller de forjar el hierro en base a corte de ángulos cuadriláteros porque José Ignacio era apenas un soldador. Muchas veces los trabajos salían del espacio particular y ocupaban la acera. Y hasta determinados tramos de la calle. Eran los primeros pasos de José Ignacio. Con su seriedad y responsabilidad, cumpliendo con los encargos, fue progresando en esa Romana donde entonces todo crecía al calor de la pujante zona franca que generaba miles de empleos al tiempo que se enriquecía pagando salarios de hambre. La década de los 70 había alcanzado apenas su primera mitad. Decidido a crecer José Ignacio pasó por la vocacional de las Fuerzas Armadas que operaba en San Pedro de Macorís. Allí aprendió “la teoría” de lidiar con Vulcano, el dios de la mitología romana, en su proceso de usar el fuego para doblegar los metales y forjarlo.

Los trabajos en metal de José Ignacio parecían tener un imán para atraer la atención de los demás. Ante ellos todos tenían que admirar su talento. En los tiempos que se construía Altos de Chavón encontró la oportunidad y tuvo que interpretar muchos deseos. Entre ellos los de ese talento del diseño que fue el fenecido Oscar de la Renta. En ese fogueo José Ignacio terminó de moldear el más difícil de los metales: su talento. Y se convirtió en un artista del hierro.

Con el paso del tiempo, en su pueblo, la sensibilidad de José Ignacio lo llevó a forjar un costado de ese otro metal indoblegable que es el de la pobreza. Empezó a enseñar a los jóvenes oriundos de sectores desheredados de la fortuna el arte de doblegar los metales. No le daba miedo a esa labor porque ya sabía que la vida era tan dura como el hierro mismo. José Ignacio también venía de un hogar humilde. Y desde sus talleres, ya ubicados en la carretera Romana-San Pedro, transformó la vida de miles de imberbes. Jóvenes que partieron hacia distintos puntos del país y del mundo con el oficio aprendido a atar el hierro con el nudo de la vida misma y convertirlo en el sostén de su existencia. Al mismo tiempo salieron con sus almas forjadas como personas bien. Porque eso también aprendía en El Artístico.

José Ignacio tenía una imaginación prodigiosa. Doy un pequeño testimonio. Todos recuerdan el proceso de desmantelamiento que comenzó en 1998 en los ingenios azucareros del Estado. Entonces, en un cementerio de hierros viejos del ingenio Consuelo, encontré un aro antiguo de carretas. Era de la época inicial de la industria azucarera en que se pasó de ruedas de madera a aros de metal. En vez de estar cubierto totalmente de metal en el sostén ese tenía unos rayos gruesos entre el borde donde va la goma y el centro que lo une a la carreta. Es el mismo sistema de los aros de bicicleta. Se lo llevé a José Ignacio y le dije que quería hacer un escritorio con eso. Pero no sabía cómo. “Déjalo aquí, yo me encargo”, me dijo. Pasaron solo unos meses. Un día me llamó para que preguntarme que a donde quería que me enviara el encargo. Cuando lo vi quedé maravillado. Me entregaron una preciosa base de escritorio que preparó con el aro antiguo de carreta. En la estructura para sostener el tope de cristal tiene un paquete de cañas que va amarrado con dos cáñamos, obvio, de hierro. ¡Un paquete de caña tal y como yo lo hacía durante mi niñez en los cañaverales del este!

Brindando sus conocimientos a los demás José Ignacio se convirtió en un trotamundos del metal. Siempre reconoció que recibió un gran espaldarazo cuando participó en una exposición que hizo la Fundacion Mir allá en La Romana, a principios de la década de los 90. Fue llevado de la mano a ese lugar por Oscar de la Renta. De allí dio un salto a la arena internacional. En 1993 participó en una exposición mundial en España con la presencia de 84 países. En ese evento el expositor que obtuvo el primer lugar fue precisamente José Ignacio. No necesitó más para recibir contratos en Puerto Rico, Estados Unidos, México, Jamaica, España, Alemania, Francia, Italia, Inglaterra y Canadá, entre otros. Donde quiera que iba siempre manifestaba el amor por su pueblo, La Romana, de donde nunca salió de manera definitiva. En favor de la identidad local fue un fanático activo de los Toros del Este y un ferviente difusor del Torojuelo, el diablo cojuelo del carnaval romanense.

Pero la pandemia anda por todo el mundo con su guadaña en el hombro presta a echarle el guante a quien primero le cruce por el lado. Y José Ignacio no fue una excepción. Los médicos lucharon por su vida. Durante la complicación de su salud fue llevado desde un centro médico de La Romana a la Plaza de Salud. Tengo la seguridad de que en esa plaza hacen milagros. Ya todos vieron uno de ellos logrado recientísimamente con esa otra alma entregada a los humildes que es el doctor Cruz Jiminian. Yo también doy un testimonio del milagro que hicieron conmigo en la Plaza de la Salud hace justo cinco años cuando fui víctima del síndrome de Guillain Barré. Una verdadera pena que no se pudo hacer lo mismo con José Ignacio. Ahora de él nos queda el dolor de su partida apenas a los 62 años de edad. ¡Todavía tenía tanto por aportar! Nos queda el dolor y la tristeza. Pero también nos anima la gran satisfacción del hombre de bien que fue José Ignacio, de la persona con sensibilidad social que siempre practicó, del amigo que fue con los amigos.

José Ignacio ha partido arrastrado por las garras del Coronavirus. Pero nos queda una seguridad: él no será otro número anónimo más de la pandemia. No. Vivirá en la memoria de su familia, de sus compueblanos, de sus amigos. Se quedará en el recuerdo de tanta gente que lo conoció. Estará presente en las horas detenidas por el abandono que se observan en el reloj construyó en el Bulevar de la 27 de Febrero en la capital dominicana. Lo recordaremos en cada toro, en cada caballo, en cada cangrejo, en cada guloya y en cada Quijote que forjó con su talento. Pero, sobre todo, estará vivo en la mente de aquellos que lo conocieron en todo el mundo como el romanense que le dobló el pulso al dios Vulcano. ¡Adiós apreciado amigo!