“… a fines del mes, las autoridades eclesiásticas de nuestra ciudad decidieron luchar contra la peste por sus propios medios, organizando una semana de plegarias colectivas. Estas manifestaciones de piedad pública debían terminar el domingo con una misa solemne…” (La peste, de Albert Camus)

Hay cosas que al parecer no cambian: El pasado domingo la Conferencia del Episcopado Dominicano convocó a una jornada nacional de oración “por el fin del coronavirus”. Una misa que empezó en la catedral de Santiago a las nueve de la mañana, otra en la catedral de Santo Domingo a las diez y luego todos los obispos, simultáneamente desde su catedral, presidieron la misa a las once. También los pastores evangélicos han estado realizando sus cultos con el mismo propósito.

Muchos cristianos comprenderíamos que nuestros líderes religiosos nos inviten a la oración, que es tan fundamental en la vida del creyente. En ella encontramos paz y nos hacemos plenamente conscientes de nuestra frágil condición humana, de nuestra finitud, depositando toda nuestra confianza en el Señor, “porque en Él vivimos, nos movemos y existimos”. (Hechos 17:28)

Pero resulta extraño, especialmente a los que creemos en el Dios-Padre que predicó Jesús, que conoce nuestras necesidades antes de que le pidamos (Mt. 6:8); que haya que convocar a una jornada de oración para que, por arte de magia, se detenga la pandemia. La oración no consiste en pedir cosas a Dios, sino en buscar la unión con Él. ¿O será que Dios necesita de mucha oración para poder realizar un milagro? ¿Puede Dios, si quiere, detener la pandemia, pero no lo hace porque no hemos cumplido con la cuota de oración? ¿Es un tributo que hay que pagar a Dios para que nos libre del mal? Si es así, ese Dios no es el de Jesucristo y sería una divinidad maligna, que pudiendo salvar a la humanidad de tantas desgracias, no lo hace. Y en ese sentido afirma el teólogo Andrés Torres Queiruga, que el coronavirus terminaría siendo un arma letal contra la fe en Dios. “Porque mientras permanezca el prejuicio de que Dios podría, si quisiera, acabar con todo el mal del mundo, nadie puede creer en su bondad, sin verse obligado a negar su poder: nadie creería en la bondad de un eximio científico que, pudiendo acabar hoy con los estragos del coronavirus, no quisiera hacerlo, por altos y ocultos que fueran sus motivos”.

Es contradictorio creer en un Dios de amor infinito, que siempre nos protege, y al mismo tiempo pensar que ese Dios necesita de nuestras súplicas para obrar en nuestro favor. Sería una divinidad manipulable, que hace lo que pide la mayoría de sus fieles. También se vería cuestionada la justicia divina, pues paga a todos por igual, justos y pecadores son víctimas de su ira, mueren personas bondadosas, piadosas y santas al igual que delincuentes, corruptos, violadores y abusadores.

Considero, con todo respeto, que promover la imagen de un dios que necesita de muchos rezos para librarnos, es exponer al ridículo nuestra fe y alimentar falsas esperanzas en enfermos y familiares. Los cristianos no necesitamos de un Dios curandero para creer y tampoco nos hacen falta los milagros extraordinarios para afianzar nuestra fe. No necesitamos de portentos que nos deslumbren, más bien creemos en ese Dios que se regala en el gesto y la palabra oportuna, el Dios de lo cotidiano. Ernesto Cardenal decía: “Vivimos rodeados de milagros y no nos damos cuenta. Todo lo que acontece es portentoso, tan portentoso lo ordinario como el milagro. Un ratón es un milagro, afirma Whitman. Todo lo ordinario es un milagro: un milagro más maravilloso porque pasa inadvertido. Es el milagro invisible y humilde de todos los días”.

Creemos en el milagro de cada día que se realiza en el trabajo de los médicos y enfermeras que se entregan sin descanso para salvar vidas, en las personas que se han ofrecido como voluntarias para llevar alimentos a los más necesitados. Ahí está y creemos en su amor infinito. No hay que rezarle para que nos salve, al igual que “no hay que amenazar a los pájaros para que canten”, como dice poéticamente un salmo del jesuita Benjamín González Buelta. ¡Dios siempre nos salva! ¿O es que un padre, viendo sufrir a su hijo, no será capaz de salvarlo, si de él dependiera, sencillamente porque su hijo no se lo ha pedido con súplicas y terriblemente humillado? Si ustedes saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el buen Dios que es Padre-Madre?