Joaquín Balaguer fracasó. De nada le sirvió ser considerado en vida como un político exitoso. Porque con cada uno de sus actos – de sus éxitos, de sus fracasos – quiso pasar a la posteridad. Pero Balaguer fracasó porque hoy es un hombre olvidado. Sus construcciones se han banalizado. Nadie lee sus libros. Su filosofía ha desaparecido. Sus discípulos lo han traicionado. Sus herederos lo han superado.

Durante su larga carrera política, a Joaquín Balaguer se le tuvo por político realizado. Fue, después de Buenaventura Báez, el presidente que más veces fue electo. Fue el que, hasta 1996, más obras erigió. Hay quien dijo que como escritor fue el mejor, que era más que merecedor del premio Nóbel de literatura. Balaguer generó tal admiración entre sus seguidores que muchos de estos repetían: “No soy reformista, soy balaguerista” con una devoción más propia de un fanático religioso que de uno político. Pero esa devoción no sobrevivió a su muerte: Balaguer debe ser uno de los pocos “santos” a los que sus devotos olvidaron en lugar de venerarlo.

Hasta cierto punto, los balagueristas tenían razón. Mantenerse en el poder durante tanto tiempo, revivir dos veces de una muerte política que parecía definitiva – en 1966 y 1982 -, requería muchas virtudes – políticas, no éticas – y Balaguer hizo gala de ellas. Balaguer fue además un hombre frugal y cultivado. Si bien es cierto que muchas de sus obras fueron absolutamente innecesarias, las hubo que respondieron a necesidades legítimas y se enmarcaron en un plan de modernización necesario. En tanto que escritor, Balaguer tuvo cierto éxito, aunque el mismo se limitó a sus incondicionales.

Los balagueristas tenían razón, pero solo hasta cierto punto. En realidad, se equivocaron, porque ignoraron un detalle, nada trivial: para Balaguer, sus retahílas de gobiernos, sus obras faraónicas, sus poesías cursis, no eran sino medios para alcanzar un fin: la inmortalidad. Y Balaguer no la alcanzó. Balaguer fracasó.

“La política no es el arte de lo justo, sino de lo conveniente”, sentenció. Y como una larga vida en el poder era conveniente para construir su leyenda, se las ingenió para acapararlo por cualquier medio: eliminó – física o moralmente – a cuanto líder le plantó cara. En 1966 fue “electo” mientras los invasores seguían mancillando nuestro suelo. En 1974 fue “electo” por defecto, cuando la oposición se negó a ir a un verdadero “matadero electoral”, a unas elecciones en las que los militares ataban tiras rojas a los cañones de sus fusiles, a legitimar un simulacro de elección propio de la era de Trujillo (como el simulacro por el que fue “electo” presidente, en 1960). En 1978, no pudo retener la presidencia mediante un fraude, pero sí mediante un golpe de estado en el senado que le permitió conservar el poder necesario para neutralizar el gobierno de Guzmán. Finalmente, cuando recurrió de nuevo a la trampa en 1994, ya sus mañas de zorro viejo no engañaban a nadie. Y le pasó lo que a su mentor Trujillo: perdió el favor de sus antiguos aliados, los gringos. triste final para un tramposo: fracasar en la última partida.

En cuanto a sus construcciones, durante mucho tiempo no tuvieron parangón: ni las anchas avenidas, ni los simbólicos túneles y elevados, ni las circunvalaciones, ni los mamotretos con que honró a almirantes azarosos. Pero entonces subió el PLD y sus obras parecieron en comparación humildes castillos de arena. Los peledeístas lo superaron por mucho en obras innecesarias y sobrevaluadas, en metros, en más túneles, en más elevados, en más avenidas y autopistas… Tanto que ya sus construcciones no impresionan, ya sus obras no honran su memoria. También con sus obras fracasó.

Los libros de Balaguer han sufrido su suerte. A pesar de que su obra literaria fue importante, ya nadie la recuerda dentro de nuestras fronteras. Y fuera de ellas es todavía peor. Cuando se piensa en cuáles han sido nuestros mejores literatos e intelectuales, se suele mencionar a Pedro Henríquez Ureña, a Manuel del Cabral y, sobre todo, a Juan Bosch. Las de Balaguer fueron obras maestras solo para sus seguidores incondicionales. Pero como ya no los tiene, los libros han caído en el mismo olvido que el autor. Por cierto, Manuel del Cabral definió en once palabras la causa del olvido del Balaguer político y del literato: “Balaguer era un enano en la poesía y un gigante en la crueldad”.

“El político piensa en la próxima elección. El estadista, en la próxima generación.” es una máxima de Bismarck que Balaguer tiene que haber conocido. Balaguer aspiró a ser uno de los últimos. Lincoln abolió la esclavitud, marcó el destino de su país y sirvió de ejemplo a otros estadistas del mundo. Churchill liberó a su país – y al mundo – de la amenaza del nazismo y trató de prevenir al mundo, en vano, de la amenaza estaliniana. Washington venció al más grande imperio de la historia. Betancourt defendió la democracia en toda la región a pesar del atentado que patrocinó el mismo gobierno al que el mismo Balaguer pertenecía. Balaguer honró con avenidas a todos estos estadistas. Y, sin embargo, no logró ninguna influencia positiva mundial ni regional. Y, a diferencia de los mencionados, la influencia nacional de Balaguer fue mayormente negativa y no sobrevivió a su muerte.

Prueba de ello es que Balaguer no pudo ni siquiera dejar una obra viva que loara su memoria: su partido. La culpa fue suya, pues, egoísta, se negó a compartir con otros la gloria a la que aspiraba. No permitió que ningún retoño creciera bajo su sombra. Así como abjuró de sus hijos carnales, así abjuró de sus discípulos, de sus hijos espirituales que, con su cadáver aún caliente, vendieron su nombre al mejor postor.

Balaguer fracasó sobre todo al adoptar a los peledeístas como sus sucesores. Los peledeístas lograron lo que no pudieron los reformistas, superarlo en todo: En cinismo, en fraudes, en intrigas, en paternalismo, en la subordinación absoluta de los poderes del estado al poder ejecutivo, en el envilecimiento de sus compatriotas. Los peledeístas abrieron las puertas de su despacho a la corrupción, las mismas que, afirmó, mantuvo cerradas, justificando así la indolencia de un Pilatos ante la injusticia y ante la corrupción, una de las más violentas. Los peledeístas no eliminaron físicamente a sus adversarios, hicieron algo peor: eliminar su dignidad, eliminarlos moralmente. Comprarles el alma con neveras, estufas y salamis. Balaguer fracasó: sus herederos lo superaron en descaro.

Olvidado, despreciado, relegado a una tumba solitaria: así terminó Balaguer. Algunos de nuestros políticos que se creen, abierta o soterradamente, sus sucesores, deberían verse en ese espejo. Deberían ser menos soberbios. Esos políticos deberían recordar que también a ellos se aplica la máxima latina: “Sic transit gloria mundi”.