César Vallejo dijo en Los heraldos negros que “Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!”. Sin ser melodramático digo, parafraseando este verso: hay errores en la vida, tan simples…¡Yo no sé! Ciertamente, escribiendo mi artículo anterior, por más que lo releí a las prisas, no me percaté de que escribía siempre el vocablo “guajiro” cuando en varios momentos correspondía el vocablo “jíbaro” para hablar del mismo fenómeno cubano en cuanto a la tipificación de un carácter nacional que luego se tendrá como “identidad nacional”, pero esta vez, en Puerto Rico. Con deseo de enmendar el desliz, dedico este número al “jíbaro”.

Como decía anteriormente, es un fenómeno cultural que no solo se da en el caribe español: la concentración de lo que podría llamarse “el alma nacional” en un tipo específico de personaje ligado al folclore popular. Si bien no es fenómeno propiamente de las colonias, sí hay una especificidad de las colonias caribeñas: el personaje tipo funciona no solo como ente integrador de la colectividad (función mítica), sino que también es un ocultamiento de las diferencias (función ideológica).  En otras palabras, cuando se concentran en unos rasgos comunes a una entidad colectiva, necesariamente abstraída de unos individuos particulares por un proceso de síntesis, se lleva emparejado un ocultamiento de las diferencias entre los grupos humanos que integran la colectividad.

El jíbaro puertorriqueño inició su proceso de síntesis mítica, hasta elevarse al rango abstracto de “alma nacional”, con el trabajo pionero de Manuel Alonso titulado en 1849 de igual forma que su personaje tipo. Este autor escribe la obra después de una temporada de estudios en España en la que toma conciencia de la “desarmonía” entre los estudios de la metrópoli y la colonia. Su interés con el libro era identificar los rasgos comunes de lo que entendía como los “atributos del puertorriqueño” y que resume como “la historia del jíbaro”.

Con artículos en prosa y en verso, el retrato del alma puertorriqueña de Manuel Alonso es costumbrista, pero también posee un aliento pedagógico en la medida en que trata de “corregir las costumbres deleitando”. Esto provocará la exageración de ciertos defectos y la magnificación de ciertos atributos que el autor considera representativo de la colectividad.

En este libro hay un soneto en donde se dan algunos rasgos del puertorriqueño, estos rasgos están muy ligados a lo que comúnmente se entendía por jíbaro, a saber, al campesino incivilizado y relajado moral que vivía alejado del mundo letrado.

Dice el poema: “Color moreno, frente despejada, / mirar lánguido, altivo y penetrante, / la barba negra, pálido el semblante/ rostro enjuto, nariz proporcionada / mediana talla, marcha acompasada; / el alma de ilusiones anhelante, / agudo ingenio, libre y arrogante / pensar inquieto, mente acalorada, / Humano, afable, justo y dadivoso, / en empresas de amor siempre variable. / Tras la gloria y placer siempre afanoso, / y en amor a su patria insuperable: / este es, a no dudarlo, fiel diseño / para copiar a un Puerto-riqueño”.

Si comparamos este poema de mediados del siglo XIX con las pinturas realizadas por los artistas representativos de la identidad puertorriqueña encontraremos la influencia de esta tipología del campesino, silenciándose al mismo tiempo otras formas del campesinado y su formación social. 

En el mismo libro, la descripción que realiza Alonso del jíbaro en “Un casamiento gíbaro” se aleja de la realizada en el poema anterior. Aunque el tono carnavalesco del poema permitiría pensar en una sátira a la idea que la élite tenía sobre el campesinado, la recurrencia a la descripción de los aspectos negativos y los vocablos usados para expresar estas “costumbres” incivilizadas, nos hace pensar que resulta inverosímil el uso del discurso costumbrista del autor como una crítica contra los poderosos del momento. Pero no nos ocuparemos de este análisis aquí.

Carmen Torres-Robles aclara que el uso del vocablo “jíbaro” en los autores decimonónicos puertorriqueños era para referirse al grueso de la población que vivía en el campo y era sinónimo de “rústico”, por lo que no lo identificaban con el símbolo del alma nacional. Serán los prosistas modernistas que estilizarán la figura del jíbaro y en los años treinta del siglo XX cuando se elevará esta figura rural al rango de identidad nacional.