Jesús fue el único ser en esta tierra que cumplió a cabalidad con todos los requisitos de la ley.
Aún más, se le conoce como el santo, el puro y el justo entre los hombres.
Muchos años antes de que viniera a este mundo, el profeta Isaías afirmó que el Hijo de Dios nunca cometería ningún crimen y que no habría engaño en su boca (58:9).
Esto fue confirmado por uno de sus grandes discípulos, el apóstol Pedro en su primera carta, al decir que Cristo no cometió pecado ni engañó jamás a nadie (2:22).
Sin embargo, es increíble ver como la misión del Señor estuvo tan íntimamente ligada a gente de muy baja calaña.
Para empezar, de entre los doce discípulos escogido había dos que eran expertos en el robo. Se trata de Mateo y de Judas Iscariote. Al primero lo rescató Jesús de la estafa cotidiana al pueblo mediante el cobro abultado de los impuestos.
Y, el segundo, no sólo lo traicionó, sino que por unos tres años fue el tesorero personal que siempre le sustraía de lo que la gente daba al Maestro.
Zaqueó fue el otro gran ladrón que se interesó profundamente por Jesús. Lo invitó hasta su casa donde prometió abandonar la perversa carrera y devolver lo que le había cogido a los pobres.
Pero como gran paradoja de la vida, los líderes religiosos de la época convencieron al pueblo para que pidieran a Pilato soltar al ladronazo de Barrabas y condenar, en su lugar, a Jesús de Nazaret.
Finalmente, decidieron poner fin a la vida de Cristo de una manera infame.
La sentencia fue morir en una cruz como el peor de los malhechores y, precisamente, colgado en medio de dos grandes ladrones.