Después de la aparición y afianzamiento de la última generación poética dominicana con verdadero carácter integral, la llamada “De los 80”, se podría argüir que la pluralidad, la multiplicidad de estéticas y la disidencia intestina caracterizan la lírica posterior.

Esta andadura la inició Homero Pumarol (1971), cuya voz diferenciadora con respecto a la camada previa establece un primer y radical distanciamiento. Y quizás ese poder detonador, ese estallido que desintegra un status quo, se deba a que lo provocó desde adentro, luego de haber recibido el premio de poesía de la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, en 1997, con Orador de opio, escrito aparentemente bajo la influencia de la retórica ochentista. El hecho de que este libro permanezca inédito hasta hoy da cuenta de la precocidad con que reconoció necesitar un lenguaje de disenso, si quería lucir distinto. Y lo encontró en sus años en España, Estados Unidos y México, países que le abrieron un abanico de posibilidades frescas de escritura. Entonces publicó su novedoso Cuartel Babilonia (2000), libro cuya genealogía es rastreable en El Salmón, de Fabián Casas y en Punctum, de Martín Gambarotta (ambos de 1996), y por medio del que irrumpen en nuestra poesía la creciente urbanidad de Santo Domingo, la demografía vertical, el insomnio de jornada laboral, la analgesia de las adicciones y los personajes míticos locales, como el cantautor Luis Días o como su aplaudido poema, en referencia al mayor pancracista dominicano, “Jack Veneno ha muerto”. Dos décadas después, con la continua aparición de poetas interesantes, más bien parecería que Jack Veneno es inmortal.

La poesía objetivista –en boga entonces en el Cono Sur–, y lo que construían poetas ya mencionados como los argentinos Casas y Gambarotta, el chileno Germán Carrasco, el costarricense Luis Chaves, la uruguaya Lalo Barrubia y el mexicano José Eugenio Sánchez, influyeron en Pumarol, quien acabó “contaminando” la lírica de otros poetas le que venían a la zaga, pero que no cuajaron como generación. Contaba también con el auge de la poesía de la experiencia española, la ingente publicidad editorial del realismo sucio (Bukowsky y Carver eran poetas), lo testimonial y conversacional que tomaban por asalto la poesía. Finalmente, la estocada, el apuntalamiento de la experiencia barriobajera de Washington Cucurto y su repercusión editorial cartonera.

Así se insertaba la poesía nativa, acaso en mucho tiempo, en un movimiento de carácter latinoamericano. Pero todo lo augural en terreno literario roturado y definido (aunque fuera remedo de otros aires) genera epígonos. Ocurrió con los ochentistas y aquí fue también el caso, y abundantemente: réplicas infelices, ramificaciones canceradas, amenazaron la salud del nuevo cuerpo poético naciendo apenas. Otra amenaza de anquilosis: todo el entramado del poema (los espacios, las referencias, los contenidos) resultaba de cemento, hiper urbano, clasemediero, bilingüe, trotamundos, céntrico. Pero ¿dónde quedaban otras atmósferas, los demás discursos? El país se encontraba, a inicios del tercer milenio, en pleno avatar de expansión económica y cambio abrupto hacia una economía de servicio y producción, con la mirada en los tratados internacionales de comercio, migrando desde la agricultura hasta el all included beach resort y las divisas de remesas; de pronto un punto mínimo de tierra firme caribeña podía colocarse en el centro del mundo globalizado gracias a la Web, y no había que mudarse a la ciudad para estudiar en la universidad o tomar talleres literarios. En un momento dado fue visible que en poesía no bastaba la recensión de una realidad X, pero sin crítica, sin cuestión, sólo poniendo en escena un mundo urbano. Así las cosas, por algún lado tendría que estallar esa burbuja con más helio de la cuenta. Y ocurrió lo inesperado, un evento inédito en nuestra tradición: que un cuerpo poético creara sus propios anticuerpos, al descubrir cuán rápido el discurso marginal original se hacía rancio, dominante, estancado y peligrosamente segregativo de los otros. Adaptándose a estos tiempos de aristocracia de la velocidad (del vehículo físico y del audiovisual, Virilio dixit), ante el asomo de canon emergió la contradictio in adjectio: construir al demoler.

Al coctel de Pumarol y adláteres (lo dialógico, lo conversacional, antipoesía, cultura popular, multimedia, cibermundo, argots locales, canciones y estupefacientes, jerga publicitaria, rap, reggaetón, dembow), se le añadieron ingredientes, especias: la mirada social, de los barrios marginales, el paisaje provinciano, lo queer, la sintaxis neobarroca, la liberalidad femenina, la experiencia del exilio.

Como resultado, el de los nuevos poetas es un decir esencialmente en contra (de la generación anterior, del discurso ceremonial, del ecumenismo vanguardista y postvanguardista, y de su propio germen). Los de hoy son post poetas, para coincidir tangencialmente con Gutiérrez Mallo (aunque otro el paradigma). Su tentativa (o el atentado que con postura desmitificadora llevan a cabo) no es sólo contra la ideología, sino además contra la unicidad de una retórica. Y nada más loable.

Lo que los une es justamente eso que los separa: registros dispares, aunque tendentes en su mayoría a quebrar la hegemonía de la poesía urbana, precisamente por la dislocación in situ del eje capitalino y del polígono central (muchos viven y escriben desde barrios, provincias y la diáspora), pero además por la ruptura del lenguaje, en el desmonte y zapa de las tradiciones. Otros socavan desde el propio discurso urbano, pero sin el revestimiento clasemediero y junkie. Extreman, por ello, el acto de escritura, desde la narratividad (Leoni Disla, José Ángel Bratini) hasta la poesía del lenguaje (Ricardo Cabrera). Y otra singularidad: gran presencia femenina, siempre escasa en promociones anteriores: Rita Indiana, Ely Taveras, Rosa Silverio, Ariadna Vázquez, Rossalinna Benjamin, Petra Saviñón, Deidamia Galán, Jael Uribe, Lauristely Peña, Isis Aquino, Kianny Antigua, Lery Laura Piña, Thaís Espaillat, Denise Español…

Algunos de estos poetas practican spokenword (Luis Reynaldo Pérez, Frank Báez), realizan stand-up comedy (Belié Beltrán), son performeros (Lissette Ramírez, Alexéi Tellerías, Johan Mijaíl), pintores (Jimmy Valdez), académicos formales (Néstor Rodríguez, Pablo Reyes, Orlando Muñoz), ex miembros de bandas musicales (Neronessa). Otros provienen originalmente de zonas no-literarias (Carlos Reyes, Natacha Batlle, Alejandro González, Rafael Román), son educadores (Hermes de Paula), todavía estudian (Edwin Solano) o militan en el activismo cultural (Farah Hallal, Jesús Cordero).

Hay más nombres, por supuesto, y demuestran –con sus saltos mortales por la lengua– destreza, agilidad, coraje. ¡Hombres (y mujeres) por los aires!