En la casa de Saza y de Danilo, en el Barrio de los Parceleros de Gurabo Afuera, en el año 1981 había llegado el progreso. Llegó bajo la forma de una pequeña planta eléctrica marca Honda y de un televisor Toshiba de 10 pulgadas a blanco y negro, que junto a las pálidas luces de las bombillas parecían los heraldos de otras latitudes, enviados para anunciar el advenimiento de un tiempo nuevo.
Con el progreso llegó también un curioso emprendimiento. Los sábados por la tarde, en el patio de aquella casa pintada de azul con las puertas rosa, se levantaba una gran enramada cubierta con una lona gris, al estilo velorio de pueblo. En un rincón se empotraba el instrumento mágico recién descubierto por la muchachada imberbe, que desde las dos de la tarde empezaba a merodear, con los diez centavos que costaba la función en los bolsillos.
Todos queríamos tener las primeras sillas cuando a las “cinco en todos los relojes”, cuando a “las cinco en sombra de la tarde” sonara la campana y apareciera, saltando sobre tercera cuerda del cuadrilátero, aquel mito inalcanzable que entre pelea y pelea, se convertía en un extraño juglar fuera de época para cantar las bondades y delicias de los más disímiles productos. Desde un embutido, que anunciaba una nueva era, similar a la que preludiaban esas luces pálidas y esa pequeña pantalla; hasta el brazo de poder que en cada cucharada garantizaba aquella mágica emulsión.
Todos queríamos ser como Jack Veneno. Así que todas las tardes bajábamos al río Gurabo -que entonces nunca se secaba-, a la playita formada en el recodo al que llegábamos por el paso de la tía Quisqueya, para practicar sus saltos por los aires, su forma de ostentar la faja de campeón medio europeo y los alardes técnicos con los que siempre lograba que el bien se impusiera sobre el mal, al menos mientras duraba el espectáculo.
Llegar cada tarde a aquellas arenas, bajo la generosa sombra de una ceiba gigantesca -que se terminó yendo como las aguas del río que ya nunca hace crecidas-, era nuestra forma de acceder, por la puerta grande de los sueños, al parque en el que se escenificaba el espectáculo que cada sábado nos permitían disfrutar Doña Saza y Don Danilo en esas diez parpadeantes pulgadas de pantalla.
Años más tarde, me descubrí con una especial dificultad para congeniar el nombre de ese parque, que en mi infancia era una metáfora de lo inalcanzable, con el del soberbio intelectual antillano cuyos trabajos de moral social y de teoría constitucional ocupan un lugar de honor entre mis anaqueles. Pero nunca he podido leer a Hostos, o enseñarlo en las aulas, sin que aparezca la mansa sombra Jack Veneno, quien sin saberlo, desde el escenario de su espectáculo me ofreció la primera noción de su existencia.
Es por eso que ayer, cuando escuché la noticia de su muerte, sentí una tristeza honda que me empujaba al llanto y la nostalgia. Así que anduve todo el día buscando un hueco entre las ocupaciones de la oficina, para escribir estas líneas que quieren ser un tributo tímido a Jack Veneno, por haber abierto un hueco a la magia y la fantasía para la muchachada del Gurabo de mi infancia.