Llevaba casi dos horas conversando sobre la situación actual y las perspectivas cuando a mi interlocutor, uno de los intelectuales de más profundidad que tiene el país, lo aturdió una llamada desde el exterior con una noticia desagradable en el seno familiar y el diálogo tuvo que ser cortado.

Primero lo había escuchado casi una hora hablarme de su sorpresa de que ante el drama de la nación, ningún dirigente político, empresarial, sindical, religioso o de otros ámbitos sociales, reaccionaba apropiadamente como ciudadano y por sus responsabilidades. Y a él, que ha consagrado casi toda su vida a la lucha del pueblo y a la formación para servirá su país con más solidez y mejores herramientas, le sorprendía esa realidad.

Mi discurso se fue a lo profundo de las realidades que he vivido principalmente desde 1985 hacia acá cuando abrí los ojos ante una revolución soviética que se hundía y una revolución de liberación nacional  triunfante que si bien se enfrentó a poderes inmensos con recursos económicos y militares limitados, logró vencerlos a fuerza de inteligencia, de audacia, de determinación y sobre todo de amor a su patria, disposición de sacrificio y a la justeza de la idea que defendía.

En la lucha sus dirigentes aprendieron a confrontar lo mucho con lo poco, la agresión con la resistencia y hacer de cada batalla –victoriosa o de derrota- una escuela para los nuevos combates porque la lucha sería –y fue- ineludible, pero al final, victoriosa.

No pude decirle el pasado lunes a mi amigo que aquí la falta de capacidad política nos impide ver la soberbia con que actúan quienes se consideran dirigentes (solo de pequeños grupos) pero que no entienden ni se comunican con las grandes masas aunque éstas no estén totalmente manipuladas por el prebendalismo peledeísta o el anarquismo estéril del perredeísmo.

Ese tipo de dirigentes conoce los códigos y los símbolos de mantener cohesionados a sus grupitos, esencialmente sectarios, levantando banderitas particulares que parecen pañuelos, porque ellas no contienen el ardor ni las aspiraciones de las grandes masas.

En República Dominicana tenemos dirigentes “alternativos” que dan un perenne testimonio de existencia, pero que no saben o no quieren irrumpir en el escenario de las grandes decisiones políticas por no sacrificar una sigla o por no desprenderse de su condición de “dirigente” de un grupito. En este campo nadie da una sola demostración de audacia y de sacrificio por unir el campo popular y sembrar el prado de esperanza y de lucha.

Naturalmente, no pueden por su sola fuerza alcanzar con honor un peldaño en un cabildo o una curul del Congreso Nacional. Esa sola constatación da una idea de lo lejos que siempre han estado de las grandes masas y de la incapacidad general para movilizarlas, organizarlas y ayudarlas a luchar por sus objetivos materiales, sociales e ideológicos.

La incapacidad política y la falta de humildad para reconocer esa carencia esencial ha creado una soberbia grupal que será muy difícil superar en las actuales condiciones y arando con los mismos bueyes que han probado que viven atascados en el pasado y víctimas insensibles del yugo que llevan puesto, pero que la irracionalidad los conmina a seguir con él y a obstruir el camino a nuevas generaciones.

Ahora se habla de convergencia para forjar un mejor país. La tarea parece desbordar las posibilidades reales de la llamada izquierda dominicana por los déficits ya descritos.

Si hay planteada una convergencia de fueras opositoras, la izquierda no puede entrar a ella en forma dispersa toda vez que las huestes perredeístas que participarían serían mayoría y dispondrán de mayores recursos de todo tipo. Solo si toda esa izquierda se une ella misma y demuestra con su trabajo, con su creatividad y con sus aspiraciones de lucha que dispone de alguna fuerza política, puede significar algo en esa convergencia y puede ganar el respeto de sus aliados y sobre todo del pueblo.

Ir cada fuerza de izquierda por su lado a la Convergencia es forjar una unidad de partículas, no un torrente popular respetable y cohesionado con voluntad de hacer compromisos programáticos y políticos con partidos mucho más fuertes y con un probado desenfreno por volver al poder.

Si los grupos de izquierda se conforman con ir a la Convergencia y entrar en tratos por candidaturas, al final no tendrán ningún respaldo de los demás partidos y mucho menos de las grandes masas porque cada uno halará para su pecho, no empujará unido la carreta de la unidad total.

Peor harían los que se marginen de esta posibilidad de unidad para forjar una oposición necesaria al sistema democrático y con la expectativa de variar el monopolio peledeísta en la representación en todos los poderes públicos. Sería la consagración de su marginalidad real en nombre de una pureza que es solo testimonial, pero para nada efectiva ni representa un punto de avance.

Si la izquierda quiere aprovechar la posibilidad de la unidad tiene que arriesgarlo todo y presentarse en un solo comando para poder contrapesar coherentemente las posiciones más conservadoras que llevarán a ella los perredeístas y otras fuerzas minoritarias. Lo contrario es la repetición de los errores pasados y hacerle el juego –aunque involuntariamente- al monopolio de poder de que dispone el PLD que ya ha acumulado una gran experiencia en su relación con la facción perredeísta que controla Miguel Vargas Maldonado.

El solo hecho de la unidad de la izquierda despierta el interés de miles de ex militantes y dirigentes que se niegan a formar parte orgánica de uno de los actuales grupos porque no tiene sentido fortalecer partículas, sino desprenderse de ellas, formar un gran partido y levantar una bandera gigante que renueve las esperanzas, movilice a las grandes masas y devuelva a la política el sentido ético, la voluntad y el sacrificio para que en República Dominicana haya más democracia, justicia social y progreso material para que la gente viva con dignidad.