En el mes de marzo del año 2015 al asistir al velatorio de mi colega y ex –alumno de Engombe el profesor / investigador Ramón Emilio Guzmán – Chilón – realizado en la funeraria Blandino de la avenida A. Lincoln, viví la infrecuente experiencia de que el mismo día, lugar y hora se efectuaba, sin yo saberlo, el mortuorio de otros dos amigos: Jimmy Pol Peynado y Heindrich Guillén.
La muerte había hecho coincidir el final de la existencia de estas tres personas que en vida quizá ni se conocían en el eventual caso que se cruzaran haciendo jogging en el Mirador Sur o presenciando un partido de beisbol en el estadio Quisqueya, pero quiso la causalidad que sus respectivos cuerpos iniciaron juntos su viaje a lo desconocido en capillas contiguas de la referida funeraria.
A partir de ese día y no con cierta impertinencia he pensado, que en el caso de ser velado en una funeraria quiénes podrían ser mis acompañantes por espacio de algunas horas además los que coyunturalmente compartirán mi reposo en un cementerio esperando por toda una eternidad el final de los tiempos. Sin embargo en un rapto imaginativo he considerado que en lugar de fabular con tan lúgubres compañías lo mejor sería la cremación, y que mis cenizas sean lanzadas al aire o depositadas en la raíz de un árbol en el Jardín Botánico de Santiago.
Siempre recuerdo con nostalgia en que por disposición testamentaria las cenizas de Doña Gisela Gallardo, una sonriente y amable señora que vendía sabrosas empanadas, repollos rellenos, lasaña y demás en la calle Sánchez próximo al malecón en Ciudad Nueva, fueron arrojadas al mar desde un bote en las proximidades del llamado obelisco hembra. Al vaciar la urna una mínima parte fue llevada por el viento y la mayor parte permaneció flotando sobre el agua marina. Fue una poética demostración de que polvo eres y en polvo te convertirás.
El pasado día 11 julio 2017 y al enterarme previamente por la prensa de sus mutuos fallecimientos, asistí a la mencionada funeraria al velatorio de Ana Ivelisse Díaz Lozano y de Ana Mercedes Sabater Vda. Macarrulla quienes en mi laico panteón de admiraciones ocupaban desde hacía más de media centuria firmes pedestales sobre los cuales desafiaban inconmovibles el paso del tiempo y las circunstancias. Los años hacen que algunos iconos se caigan, debiliten o desaparezcan, pero no era el caso de estas dos mujeres.
A partir de 1950 veía casi a diario a Ivelisse por residir a escasos metros de mi casa en al antigua avenida Generalísimo Trujillo de Santiago, avistamiento que se permutó en estrecha amistad cuando desde 1953 fue compañera de mi hermana mayor Maritza en el Liceo Ulises Francisco Espaillat – UFE – haciendo juntas el recorrido de ida y vuelta al referido plantel y realizando a menudo en casa las tareas asignadas por los profesores de la enseñanza secundaria.
Fenotípicamente Ivelisse era una mestiza que había heredado de sus progenitores lo mejor de sus excelencias físicas y espirituales al exhibir un color donde la tonalidad canela trataba de imponerse a un pálido terracota; su pelo lacio de hebra gruesa y negrísimo recordaba la cola de un caballo; unas cejas que arqueaba de forma notable por estar de moda María Félix, y una armonía en sus facciones que para muchos superaba el calificativo de bonita para alcanzar la categoría de bella.
Sus grandes ojos azabache desprendían un fulgor que una trémula sonrisa dotaba de un gran atractivo, y en aquellos recordados años fue objeto de muchas serenatas y demostraciones de galanteo viéndose precisados sus hermanos Héctor y Nani al apedreamiento de los pretendientes desde el patio de su vivienda. Cuando iba y venía del Liceo era también con asídualidad requebrada por otros alumnos y jóvenes que en las esquinas del trayecto suspiraban por un gesto de complicidad de su parte.
En ella ocurría el hecho de que además de sus exquisiteces somáticas se conjugaban la tenencia de un nivel de inteligencia poco común en las mujeres de su edad – era una estudiante brillante -; además era dueña de una formalidad y seriedad a toda prueba siendo una de las pocas amigas de mi hermana que la severidad de mi padre permitía dejarle acompañar al cine o ver las vitrinas de la tienda “El Gallo”. Era tal la estimación que gozaba en casa que mi progenitor consintió, por la extensión de nuestra terraza/comedor, que se celebraran sus 15 años de edad el 15 o el 16 de septiembre de 1955.
Ay Don Antonio! Era la súplica nocturna y ocasional de Ivelisse para que mi papá otorgara permiso a mi hermana para ver juntas una mejicanada de Pedro Infante, Tongolele o Arturo de Córdova en el vecino cine Odeón, siendo también incontables las veces que mi hermano menor José Horacio y yo fuimos a la casa de ella buscando a titulo de préstamo sus cuadernos de clases con el propósito de Maritza transcribir los temas y notas que había tomado en las diferentes asignaturas del bachillerato.
A finales de los 50 Ivelisse finalizó la Secundaria – específicamente en 1957- y por un tiempo después se marchó a New York donde residió por varios años. Se comentaba que a diferencia de la mayoría de los inmigrantes dominicanos ella se desempeñaba como aeromoza, posición considerada en ese entonces como un lujo. Cuando retornó definitivamente de la Gran Manzana durante el gobierno de Bosch, mi hermana y yo les rendimos visita en un segundo piso frente al colegio Del Apostolado resultando luego excepcionales las ocasiones de avistarla o interactuar con ella.
Ivelisse formó parte del mundo feliz que me rodeaba desde los inicios hasta los finales de la década del cincuenta del siglo pasado es decir cuando pasé de los 6 a los 16 años de edad, época que por lo general es recordada con posteridad con mucho afecto y añoranza al estar caracterizada por las ensoñaciones propias del muchacho que transita hacia la adolescencia para luego instalarse en la juventud. Lo bueno y lo malo sucedido en esa transición marca de manera indeleble nuestra imaginación.
Junto a Ivelisse recuerdo otros hechos acaecidos y desaparecidos en esta cincuentena tales como: las visitas al balneario del río Bao en Jánico; mi paso por el Instituto Iberia y la Escuela Méjico; la prestigiosa y paredaña vecindad de Burrulote y los Pérez Minaya; observar los peloteros del Licey hospedados en el hotel homónimo de la calle Salvador Cucurullo; las visitas desde New York de mi prima Ana Sofía; la lectura semanal de la revista cubana “Carteles” y mi primera visita a la capital en 1957, ciudad cuyas calles y edificios reproducía imaginativamente en el fondo del patio de mi casa.
En el mes de enero de 1962 y en contra de la opinión de mi querida y nunca olvidada profesora Milagros Hernández, inicié mis estudios de Química Azucarera en la Universidad de Santo Domingo que al abandonarlos a finales del mismo año por la clausura definitiva de la Escuela, tuve por fortuna haber tenido como profesora de Cálculo la ingeniería/arquitecta a quien todos en la Facultad de Farmacia conocían con el apelativo de “La Macarrulla”. Otros profesores fueron Lamarche Soto, Marcano, Lajara Persia y Yolanda Lagares.
Aunque sin proponérselo España nos ha brindado históricamente dos grandes servicios: al intentar llegar a los grandes mercados de especias en el Lejano Oriente a medio camino descubrió la isla que hoy habitamos. El segundo, que sus intelectuales en virtud de la Guerra civil (1936-1939) debieron abandonar involuntariamente su país estableciéndose donde los recibieran, fomentando con su arribo el desarrollo artístico, cultural, científico y económico de los pueblos de acogida. Así llegó a nuestras costas junto a su familia el abogado catalán Poncio Sabater, padre de Mercedes, un insigne pedagogo que en su honor una calle de la urbanización Paraíso de esta capital lleva su nombre.
De menuda y frágil apariencia destacaban en la Macarrulla dos detalles que de inmediato concitaron mi rendido respeto: unos lentes oftálmicos de considerables dioptrías que al enfocarlos hacia su interlocutor hacían que sus ojos se vieran enormes, penetrantes. El segundo su envidiable poder expositivo, su gran desenvolvimiento verbal matizado por el ceceo típico del español peninsular, que por antes haber escuchado a eximios profesores españoles en Santiago como Don Pepe, Orellana y Ordeix, vinculaba con la posesión de una mente sobresaliente, descollante.
Sólo fue mi profesora durante el mencionado año pero la enseñanza y desarrollo de los temas de la asignatura; su insistencia en que aprendiéramos lo básico, lo esencial; el pausado manejo del borrador y la tiza; el silencio eclesial que debíamos conservar durante las horas de clase y sus sabios comentarios concernientes al papel de la juventud y de la Universidad en los tiempos en que vivíamos, hacían que su misión no fuera la de una profesora al uso sino mas bien la de una verdadera MAESTRA. Ahora son meritísimos/as cualquier enseñante de pacotilla.
Su universitario protagonismo hizo que interviniera a menudo en los primeros claustros celebrados en Alma Mater de la Sede Central, y por considerarla la mayoría de los profesores como los dirigentes estudiantiles como una abanderada de los ideales y libertades democráticas, fue escogida como vicerrectora académica de la institución desde donde se convirtió en una defensora a machamartillo de los intereses genuinos de la UASD y de las reivindicaciones populares.
La Macarrulla por aquí, la Macarrulla por allá, eran clamores que se escuchaban a diario en la vieja casa de estudios durante los convulsos años 70 y 80 del pasado siglo, y después de mi jubilación a inicios de los 90 me enteré de su éxito eso paso como regidora del Ayuntamiento distrital, el haber sido declarada profesora Meritísima de la UASD y en el primer gobierno del PLD su nombramiento en un alto cargo en el aérea de las construcciones gubernamentales.
A principios de este milenio la vi un día descender de un vehículo de alta gama en el Centro Cuesta Nacional de la Ave. 27 con Lincoln lamentando mucho reparar en un serio trastorno motor que la aquejaba, y como estilo en los casos donde una enfermedad o la ancianidad perturban la movilidad o el físico de quienes con sinceridad aprecio, al igual que José con la mujer de Putifar en el episodio bíblico, desvié mi mirada hacia otro lado para no presenciar el penoso espectáculo que se me ofrecía.
Como es natural sus familiares deplorarán su deceso pero quienes disfrutamos de su luminosa inteligencia, sus juiciosas reflexiones y sus aportes al progreso de las grandes mayorías nacionales, nos conformamos al saber que alcanzó la respetable edad de 90 años, que de una modesta cátedra en 1962 llegó a ser vicerrectora, profesora Meritísima, regidora, miembro de principalía del CC del PLD y responsable de obras edificadas por la Presidencia de la República en pro del bienestar social.
Las muertes de la santiaguera Ana Ivelisse Díaz Lozano y de la vasca nacionalizada dominicana Ana Mercedes Sabater Vda. Macarrulla cuyos velatorios se realizaron simultáneamente el 11 de julio en la funeraria Blandino de esta capital, representaron para este articulista/ensayista la dolorosa desaparición de dos iconos que desde hacían más de cincuenta años ocupaban sitiales de preferencia en mi retablo profano, y cuyos soportes respectivos de seguro no volverán a ser ocupados por razones obvias: el potencial admirativo de los mayores de 70 años de edad es insignificante.