Todo este mundo telúrico, vegetal, que se ajusta al colorido equilibrado de su tema-forma, su tema-historia y su visión-pensamiento se afianza también en lo que por sorpresa y búsqueda se convierte en un espacio natural que cobra fuerza como tierra, aire, color y aventura de los signos y especies convergentes, pero sobre todo vida de la forma y dispositivo de huella, cuerpo y luz.
Las líneas diversas de un mapa cuyos ejes transmiten y desbordan las fronteras del relato luminoso, representan el orden espectral y cromático de una visión cercana como concentración de formas y sentidos del mundo dominicano, reconocido por el hombre de la tierra, campesino tradicional o moderno; sujeto urbano y rural que graba sus visiones y voces desde la naturaleza misma dominicana.
Si la experiencia de lo visible y lo sensible, tematizada por una visión que alcanza nubes, lagos, árboles, frutos de la tierra, caminos marinos y terrestres, cuevas, especies animales, cauces acuíferos, lejanías y cruces rurales que construyen forma, las mismas son también íconos indiciales, reales y expresivos ligados a contenidos geopoéticos y sensibles extendidos por un “sueño de la razón” creador y fundante de las fases constitutivas del suelo propio de una insularidad mágica o maravillosa.
Lo líquido, lo aéreo, lo duro y lo blando, lo pulsátil y lo lúdico, logran crear una visión tranquila y a la vez dinámica de esta experiencia insular caribeña. Sin embargo, es necesario señalar que dicha experiencia se proyecta y pronuncia en toda su extensión luminosa y temporal.
Narrativizar el orden luminoso y cromático, particulariza una historia natural no sólo dominicana, sino también insular. Los nudos geoculturales unificados como suma de partes nucleares, presentifican una materia-forma instruida como camino-historia y como visión de una oposición que conforma la relación entre sujeto y paisaje, sujeto y memoria, sociedad y naturaleza, clima y alteridad.
Al inscribir aquellos bordes y núcleos sociales y ambientales en un espacio-tiempo del sujeto, los signos naturales y culturales cobran su valor biocultural en un cosmos originario y antropológico.
Las vertientes de un imaginario isleño se construyen en una mirada invasora de lo real, justificada por el territorio mismo captado como símbolo, color, gesto y visión, donde lo que se capta como atributo y huella es lo que quiere ser particularizado como memoria, línea natural y encuadre de signo, materia y lugar. Tanto en el Caribe como en Latinoamérica, el arte del paisaje ha creado su economía de valores artísticos.
La puesta en espacio de ciertas determinaciones culturales están ligadas a ciertas tensiones del movimiento natural y cultural surgente del intercontacto fundamental entre el hombre y su propio mundo concebido. De ahí que el pacto entre naturaleza y sujeto isleño, constituye un mapa de puntos reveladores de un espacio cultural que acoge los elementos de una expresión e impresión que se generan en el ojo y en toda la fisiología de la visión. El mirar, en este sentido, es la subjetividad de un mundo convertido en empresa exploradora de valores tradicionales y modernos.
Pensar los elementos naturales y culturales desde una perspectiva creacional es asumir aquellos estratos de lo real y lo imaginario que capturamos a favor de un oficio asumido mediante formas análogas del sentido.
Pero volvamos a la isla, a sus rumbos, montes, caminos, ríos, lagos, sembradíos y paisajes.
Lo que vivimos como hombres y como isleños es la relación sensible y viviente entre naturaleza y cultura, el espacio de la dominicanidad y su gente a través de un gesto maravilloso y reconocido en una travesía sociocultural y biocultural cuyo conjunto o tejido mineral, vegetal y geomorfológico avanza en la modernidad del país como eje de desarrollo y descubrimiento económico.
En efecto, la geografía cultural y natural de la República Dominicana, constituye una referencia en el contexto de la antillanía, y la caribeñidad, justificadas ambas en sus polos y centros. El rutario llevado a cabo por un sujeto rural o urbano que ha descubierto su mundo a través de un rastro solar, acuático y terrenal hace posible el descubrimiento de líneas internas de interpretación de su mundo reconocido como paisaje, realidad, detalle, imaginación e historia.
Cada tierra, isla, promontorio humano y espacio ambiental vive de flujos estético-sensibles, históricos y culturales. La isla originaria no es sólo el pasado, sino también el presente que vive en sus tiempos y huellas seculares. De ahí que el Sur, el Noroeste, el Suroeste, el Este, El Cibao, la Región Fronteriza de la República Dominicana, los puntos cardinales de la isla-república ,sean a veces sueño, palabra o realidad.
En este sentido, la naturaleza cuenta sus propias historias acuáticas, marinas, vegetales, geológicas, cromáticas, paisajísticas, zoológicas, agricultoras, a partir de un sueño visual que remonta al hombre dominicano a sus orígenes. Las marcas, signos y núcleos significantes que evidencian algunos estados naturales que el sujeto cultural narra como visión, conjunción y formas estetizadas.
El ojo es lo que acerca desde lo mágico y antropológico el objeto tematizado como acto y ritmo determinado por la relación entre visión y forma cultural.
Baoruco, Bahoruco o Baburuco, es ya Barahona. La llamada región del Bahoruco tiene sus historias guerreras, levantamientos indígenas y de negros que fueron víctimas del sistema de opresión colonial. Pero también Bahoruco vive de su sistema ambiental y una ecología variable. Históricamente, y tal como nos informa Emilio Tejera en sus Indigenismos (Op. cit.) es “Provincia de montañas muy altas del Sudoeste. En ella se refugió el Cacique Enriquillo y combatió victoriosamente a los conquistadores. En los fastos de la libertad de América, las sierras de Baoruco deben considerarse como región sagrada. Río de la misma provincia que desagua al mar” (Vol. I, p. 147).
Basado en una documentación histórica y geográfica Emilio Tejera muestra cómo Las Casas, Oviedo, Zayas y Schomburg, refieren y relatan formas de vida y existencia natural, así como valores etnoculturales que lograron crear expectativas de gran alcance, aun en el contexto de una formación insular accidentada.
Así, espacios provinciales y regionales como Bávaro, Bayahibe o Bayajibe que son puertos pertenecientes de Higüey, Provincia de la Altagracia; así como también Biáfara, “lugar de un arroyo en la provincia de Azua”, “Boyá”, lugar de la provincia de Santo Domingo, que según la tradición le fue concedido al cacique Enriquillo para vivir con sus indios…” (Vid. P.224).
Chabón o Chavón, Cahcuey, Dahabón o Dajabón, Dayabón, Gurabón, Guabatico, Guacuba y Guácara entre otros, conforman un recorrido y una geografía quisqueyana que contribuyen a recordar, reconocer, reinventar el suelo quisqueyano, sus imágenes y representaciones geoambientales, solares, marinas y aéreas, entre otras.
Es importante señalar como dato histórico, el hecho significativo de una ruralia o visión campesina de la que se nutrió y aún se nutre bastante la sociedad dominicana. Según el historiador Frank Moya Pons:
“Poca gente sabe que en la isla de Santo Domingo apareció la primera sociedad campesina de las Antillas, y que el campesino colonial de la parte española de la isla antecedió a todos los campesinos de las otras islas del Caribe. Por ejemplo, muchos años antes de comenzar la colonización de las Antillas Menores en el siglo XVII, ya había campesinos en la colonia española de Santo Domingo que cultivaban jengibre para el mercado internacional, además de vegetales, granos y frutos para el mercado local.” (Ver Frank Moya Pons: La otra historia dominicana, Eds. Librería La Trinitaria, Santo Domingo, 2008, p.533).
Estos datos suministrados por este reconocido historiado dominicano, aportan al conocimiento de la cultura dominicana y al estudio de lo caribeño como empresa que funciona en un orden imaginario, histórico, real y sociocultural.